103-La vuelta al perro. Por Borchio

Llega a su casa más tarde que de costumbre. El saco que cuelga del brazo lo incomoda para abrir la puerta, debe dejar el portafolio en el suelo. Atraviesa el living sin perder de vista a las nenas que miran televisión en el sillón, y a su mujer, ocupada tras la puerta de la cocina.

No detiene su camino: con un “subo a cambiarme y bajo”, trepa las escaleras hasta la habitación. Cuelga el traje, pone a lavar la camisa y las medias, y se viste de entrecasa. Al principio, lo hace lento. Luego, al oír el reclamo de su esposa, rápido. Tiene hambre y tiene que apurarse.

 

No lo sorprende su mujer, tapada de ollas humeantes, repitiendo lo de siempre. Tampoco sus hijas poniendo la mesa para la cena familiar con cariño y dedicación. Planta un beso leve en la frente de cada una de las mujeres de la casa, da un rodeo a la cocina y abre la puerta corrediza de vidrio.

La cierra tras él.

 

La temperatura ha bajado inexplicablemente y está desabrigado. Sin embargo, piensa que no llegará a sentir frío. Por otro lado, cómo puede quejarse por el frío.

Cómo.

A su mascota no le importa si vientos gélidos azotan el jardín, si hay terremotos o tormentas; siempre se emociona al verlo. Sería una falta de consideración suspender el acto diario por un poco de frío luego de tantas jornadas de complicidad.

A pesar del escaso tiempo dentro de la familia, el hombre ha logrado enseñarle al perro a no comerse las plantas. A no reventar los canteros. A festejarle sus regresos. A no saltar con excesiva torpeza. A jugar a un juego particular: el amo y su bull-terrier han creado un ritual silencioso y estricto de pasos y roles:

El perro debe acercarse al hombre mostrando alegría y deferencia, sin saltarle. La aguja que mida su caudal de felicidad será el giro de su cola: cuanto más se asemeje a la hélice de un helicóptero, más lo habrá echado de menos. El amo debe responder al afecto con palmadas en el lomo y caricias cortas en el hocico de su amigo durante dos minutos aproximadamente, hasta que un guiño dé permiso al animal para correr locamente. El dueño debe situarse en el centro del parque para que el perro dé vueltas a su alrededor y esquive sus estiradas en el juego de tocarlo. Ambos se obligan a divertirse, interactuando, aunque es deber del hombre exagerar los movimientos con el fin de que el perro, al salir indemne de los intentos por tocarlo, se sienta más feliz.

El juego finaliza cuando el amo logra tocar el perro que, eventualmente, prefiere dejarse tocar.

 

De eso se trata la noche, como tantas otras noches, como ha sido desde que el perro puso una garra en la casa.

 

En el interior, la otra familia está ajena, ocupada en otros quehaceres más importantes, más domésticos. Al hombre no le importa lo que sucede a sus espaldas: está concentrado en el juego que ya comenzó.

 

Estira las manos, tratando de alcanzarlo. La sonrisa ladeada sugiere una sesión corta con un final cercano.

El perro lo evita con velocidad y destreza.

Los renovados intentos por hacer contacto con el perro se hacen estériles, cada vez son menos espaciados. Aunque el hombre busca tocarlo con más ímpetu, no lo consigue. Agudiza la vista, acelera la respiración; hace meses que no practica deporte y se siente cansado. Redobla el esfuerzo y sus estocadas son más voluntariosas.

Después de algunos minutos, y a pesar del frío, ha comenzado a sudar copiosamente. Pero el perro no está dispuesto terminar la rutina. Porque escapa.

Huye, no se deja tocar.

Se acerca, amaga. Lo torea.

 

El dueño no se da por vencido y mantiene firme el espíritu del dominador. Lo persigue con determinación, ya no desde su lugar en el centro del jardín, sino alrededor de éste.

 

El can es más joven y más veloz.

Desde adentro, la mujer grita que la comida está casi lista.

 

El hombre corre y piensa: deduce que en algún momento el perro se cansará. Y que será el fin, que acabará el pasatiempo y cenará en familia.

Pero para eso puede faltar demasiado. Se detiene, se le ocurre algo: dada la costumbre del perro de traerla de vuelta, se le ocurre lanzar una pelota. Recoge una que duerme sobre el césped y la lanza exagerando sus movimientos. El perro, atento, interrumpe su marcha, observa fijamente al amo, y desliza la lengua hacia afuera del hocico, dejando que ésta cuelgue. El rocío se confunde con el sudor que le cubre el pelaje.

Continúa observando los ojos del amo.

Le sostiene la mirada durante cuatro segundos.

Uno.

Dos.

Tres.

Cuatro.

Sucumbiendo ante la tensión del duelo, el animal lleva la vista a la pelota, que yace a centímetros de su cuerpo.

Sin embargo, vuelve a mirar al hombre, y al espacio de parque que los separa. Anuncia con un ladrido el fin de la tregua y rompe a correr otra vez. El hombre reacciona con velocidad y persigue su huella.

Ahora la sonrisa es labios apretados.

 

Sobrevienen minutos enérgicos de persecución y luchas de poder, hasta que la humedad le tiende una trampa a uno de ellos: el agua que cubre el pasto del parque, a causa del desgaste de la superficie, ha dado lugar a pequeños espacios en los que es difícil hacer pie.

El perro derrapa con las patas traseras mientras las delanteras se clavan en el terreno. Es obligado a detener su huida por un instante. Su propio hábitat, el lugar donde mora noche y día, lo ha traicionado. Con un hombre que no le pierde pisada, se sabe perdedor.

Pero tal vez hoy no tenga ganas de perder.

 

El amo, al ver la oportunidad de terminar con el juego, retoma la sonrisa. Se abalanza sobre el perro y lo toca.

Sin embargo, no es el fin.

Porque lo aplasta bajo su cuerpo, le abraza el cuello y lo inmoviliza con una palanca de sus piernas.

Ambos tienen la boca abierta. Uno, por cansancio físico; otro, en señal de una fiereza que nunca había mostrado. Las miradas se encuentran en una última chance tardía.

La tierra semifangosa y la gramilla se adhieren a las figuras.

El hombre comienza a dar puñetazos, primero sobre el hocico del perro y luego sobre el lomo, a la vez que se oye el ruido ríspido de huesos que se parten. El animal resiste y contraataca con uñas y dientes, con sorpresa y coraje. Se mezclan gruñidos, gritos, quejidos, y jadeos que se vuelven desafíos.

 

La mujer llama por enésima vez a la mesa, pero nadie en el mundo, excepto sus hijas, parece escucharla.

 

La disputa se mantiene y es difícil reconocer quién lleva ventaja. Los ataques son frontales y dolorosos; las réplicas, profundas y audaces.

Los cuerpos luchan y se retuercen, confundiéndose por momentos en uno solo.

 

Cuando juzga que ya pagado desobediencia con tortura, el hombre retuerce la cabeza del perro con un giro seco que suena a rama quebrada.

 

Su mascota ya no se resiste y tiene la vista fija en el más acá.

Y a pesar de toda quietud, corona la sentencia con un gancho en el esternón del animal, donde se juntan las costillas. El cuerpo, movido por la inercia del sistema nervioso, se estremece en el lugar.

El hombre se pone de pie y quita con parsimonia el pasto su pantalón. Baja los párpados del bull-terrier y arrastra el cuerpo hasta el lavadero.

 

Con la sonrisa firme del deber satisfecho, abre la puerta corrediza y se sienta a la mesa servida preguntando qué hay de comer.

4 comentarios

  1. Extraño, creo que los motivos reales del hombre no se ven a lo largo del texto… sin embargo, si su frialdad en el desenlace de la historia.

    Suerte!

  2. Da la sensación de que falta una parte, como dice Mina quizá los motivos del hombre para actuar así.
    Saludos literarios y suerte Borchio.

  3. Hipnótica y muy interesante. Con un estilo diferente, pero me ha dejado el regusto ácido de algunas historias cortas de Patricia Highsmith en donde hay un universo paralelo en donde los sucesos tiene otra dimensión. Mucha suerte.

  4. Extraño reltao, quizá incomprensible, pero con un estilo muy especial en su escritura. Felicidades Borchio

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