104-La traición. Por Verde mar

Pablo salió de la oficina deshecho. Lo que le habían contado rebasaba todos los límites. Hacía algún tiempo que había observado algo extraño en la conducta de Clara. Estas observaciones le habían llevado a pensar que ella se estaba apartando de él, pero de esas supuestas hipótesis a lo que le habían aseverado, existía un abismo. Quizá no debiera dar crédito a dichas habladurías y tratar de reconquistar a Clara. Tal vez todo fuera una patraña o un mal entendido. La duda lo estaba matando. Deseaba conocer la verdad de primera mano. Quería tener pruebas evidentes y palpables de este lamentable hecho.

         Cuando llegó a casa se encontró a Clara haciendo la cena. Nada había de anómalo en su actuación. Se dirigió a la cocina y la besó. Fue un beso rutinario, ausente de emoción. Últimamente las caricias entre ellos ostentaban la frialdad de un aguacero. Hacían el amor de una forma mecánica, como si esa íntima relación fuera algo obligatorio y no hubiera necesidad de darle vida, de volcarse de lleno en la misma. La ausencia de pasión en sus encuentros carnales, de un tiempo a esta parte, era una triste realidad. Clara se mostraba fría y lejana. Seguramente era un indicio de lo que estaba sucediendo. Pablo deseaba por todos los medios a su alcance conocer la verdad, pero no sabía qué hacer para lograrlo.

         Cuando Clara salió de la cocina, con gran indiferencia y  sin fijar sus ojos en él, dijo:

         -Esta noche voy a salir con las amigas. Volveré tarde. Siento mucho dejarte solo. Es una reunión de mujeres. Te he preparado la cena. Ahora voy a arreglarme.

         -No te preocupes por mí. Vete y diviértete. Me quedaré viendo la tele.

         Pablo pensó que se le presentaba una ocasión extraordinaria para espiar a su mujer y debía aprovecharla. Veinte minutos después apareció Clara. Estaba bellísima. Sus treinta y cinco años lucían esplendores. Se había maquillado, vestido y peinado de una forma exquisita. Para salir con las amigas parecía demasiado.

         -No me esperes despierto. Acuéstate –fueron sus palabras de despedida, ni un beso ni un adiós ni una mirada tierna…

         A una distancia prudencial para no ser visto, Pablo salió tras de ella. Clara tomó la dirección de la Alameda. Como si fuera una sombra furtiva, Pablo seguía sus pasos procurando no perderla de vista. Clara parecía tener alas en los pies, no caminaba, volaba como una mariposa hacia el jardín de las delicias. De súbito se detuvo. Alguien se acercó a ella. Era un hombre al que Pablo, desde la distancia, no logró reconocer. Luego observó con gran indignación como se besaban y abrazaban efusivamente confabulados con las sombras de la noche y con la soledad del lugar. Después se separaron. Ella retrocedió sobre sus pasos. Pablo se sintió obligado a ocultarse en los jardines para no ser visto. Luego, con el corazón en un puño por lo que había visto, continuó tras de ella con la certeza de que todo era cierto. Sin embargo, necesitaba saber más. Un beso y un abrazo no significaban demasiado. Deseaba llegar al fondo y conocer a aquel hombre con el que se había encontrado Clara.

         La joven salió de la Alameda con paso firme y giró hacia la avenida de Granada. Sus pies se deslizaban ligeros y sigilosos sobre el asfalto. Era evidente que se sentía liviana y feliz. La forma de caminar la delataba. Sus caderas oscilaban de un lado a otro imitando el vaivén de las olas. Luego subió una pequeña pendiente y entró en el Hotel Reyes Católicos. Pablo pensó que allí esperaría a su amante. Se situó en un rincón oculto desde donde podía vigilar la entrada. Tenía que asegurarse si era seguida por aquel hombre. Efectivamente, a los diez minutos lo vio acercarse a la puerta. Su figura y su oscuro atuendo coincidían con los de aquel desconocido al que Clara se había abrazado en la Alameda. A Pablo le resultaba familiar, pero no conseguía identificarlo. En este preciso instante algo atrajo la atención de aquel extraño y giró la cabeza. Pablo pudo ver su rostro. Se llevó una desagradable sorpresa. Aquel hombre era Emilio, el marido de Rosa, una amiga de Clara. Tenía fama de libertino y de embaucador. Era un redomado don Juan. Posiblemente con su vana palabrería y su tenacidad había enredado a Clara en las garras de aquel adulterio

         Herido por la traición, Pablo deambuló por las calles de Jaén arrastrando su alma. Se preguntaba cómo Clara y él, que se habían casado muy enamorados, habían podido llegar a esa situación. No entendía cómo ella lo había traicionado. ¿Se habría apagado la llama de su amor? Se preguntaba. A pesar de todo él la seguía amando y por causa de esta infidelidad se sentía tan deprimido que deseaba morir. Ahora sabía en lo que se había convertido y cómo sería llamado entre burlas e ironías. Todos harían mofa de él.

         El papel que le había tocado jugar no le gustaba en absoluto. Qué se esperaba de él. Por lo pronto, detestaba el rol que se le había asignado. Ignoraba cómo debía actuar y si era una marioneta en las manos del destino. Caminaba desesperado, sin rumbo fijo, dándole vueltas a la cabeza y tratando de buscar soluciones a su problema. Decidió ser dueño de sus actos. Llegó a la conclusión de que no deseaba ser el burlado consentidor, ni tampoco el que acababa la historia con violencia, como podía ser asesinar a su mujer o a su amante. Él no era un criminal. Sin embargo, algo tenía que idear para salir airoso de tan humillante situación.

         La noche avanzaba despacio. Las calles solitarias le parecían a Pablo los melancólicos cauces de su dolor. La tenue luminosidad que proyectaban las farolas sobre el asfalto era el reflejo cruel de su fracaso y aquel maldito hotel, el testigo material de la abominable traición de Clara. El frío de la noche otoñal flagelaba su rostro y el viento parecía entonar una desapacible canción de desamor y de llanto.

         Pablo decidió volver a casa y madurar aquella idea que, como un relámpago, había cruzado su mente. La programó con todo detalle. Luego se acostó y se entregó al sueño. No oyó llegar a Clara. Al día siguiente, se levantó temprano. Se duchó, se arregló y se marchó a la calle. Decidió desayunar fuera. Era domingo y las calles y las cafeterías estaban concurridas. Después de desayunar se dirigió a la oficina. Conectó el ordenador y realizó algunas gestiones. Cuando lo consideró oportuno regresó a casa.

         -Me voy a Madrid esta tarde –dijo a Clara, -mañana a primera hora tengo una reunión de trabajo. Prefiero pasar allí la noche y no tener que madrugar tanto.

         -¿Cómo me avisas a última hora? –demandó Clara.

         -Lo he sabido esta mañana que he ido a la oficina –respondió él.

         Pablo comenzó a hacer la maleta con precipitación. A media tarde salía por las puertas de la casa con el ardiente deseo de desaparecer de aquel ámbito testigo del fracaso de su amor. Poco después de su marcha, Clara tomó el móvil y marcó un número que ya le era familiar. Se la veía pasear por el salón charlando alegremente con los ojos chispeantes y la sonrisa en los labios. Hizo planes y decidió vivir a tope aquella noche que Pablo se había ausentado. Vistió sus mejores galas y salió a la calle para encontrar el amor.

         Pablo salió de la ciudad con dirección a Madrid, mas en el primer bar de carretera que se encontró, hizo una parada. Permaneció en aquel lugar el resto de la tarde. Llegada la media noche decidió regresar a la ciudad y volver a casa. La escena que presenció en su dormitorio lo llenó de indignación, a la vez que le proporcionó un sucinto alivio. Clara y Emilio descansaban plácidamente en el lecho conyugal. Sigiloso, como un reptil penetró en la alcoba y astutamente cogió algunas prendas que le iban a ser de gran utilidad. Después se marchó de casa.

         Al punto de amanecer, cuando ya la luz del alba anhelaba atrapar las sombras entre sus manos de seda, Emilio se despertó. Desistió de despertar a Clara que, después de la intensa noche vivida, dormía tranquilamente. Se dirigió al baño y después regresó al dormitorio con el ánimo de vestirse y de marcharse a casa. En la suave penumbra de la estancia no lograba encontrar su indumentaria. La noche anterior se había desnudado con gran precipitación para saborear cuanto antes el cuerpo de su amante. Ahora no recordaba en qué lugar había dejado sus ropas. Procedió a encender la luz. En ese momento Clara abrió los ojos.

         -No encuentro mi ropa. ¿Sabes tú dónde está?

         -Por ahí te la habrás dejado. Búscala.

         -Aquí no está. Levántate y me ayudas a buscarla. Está empezando a amanecer. Tengo que irme a casa antes de que Rosa se despierte.

         A regañadientes, Clara abandonó el lecho y con los ojos a medio cerrar comenzó la búsqueda  la cual  resultó infructuosa.

         -Pero, ¿adónde la pusiste?

         -Creo que en esa percha, pero ahí sólo hay ropa de tu marido.

         Cuando Clara fijó sus ojos en la percha dejó escapar un grito entrecortado que sonó como una gélida melodía de estupor entre las cuatro paredes.

         -¡Ay, Dios mío! Esa es la ropa que Pablo llevaba ayer cuando salió para Madrid. ¿Qué está pasando aquí?

         Clara y Emilio se miraron estupefactos. Sus ojos comenzaron a hablar sin llegar aún a comprender el alcance de los hechos.

         -Vístete con la ropa de Pablo y vete a tu casa –indicó Clara.

         -Acompáñame –replicó Emilio que presagiaba un oscuro desenlace.

         Nerviosos e inquietos, los amantes caminaban apresuradamente. Una sospecha cruel laceraba sus almas. No intercambiaron en todo el trayecto palabra alguna. Tan sólo se escuchaba el ritmo cadencioso y acelerado de dos corazones cómplices en la infidelidad que latían con desasosiego. Una vez ante la puerta de la casa Emilio, que había extraviado las llaves además del atuendo, se vio obligado a pulsar el timbre del portero automático con insistencia porque no obtenía respuesta. Después de varios intentos, una voz femenina, adormecida aún,  preguntó que quién llamaba.

         -Soy yo, Emilio, tu marido.

         -¿Qué dices, desgraciado? Ya  hace tiempo que mi marido está en la cama.

         Clara y Emilio se miraron aterrados. Sus lacerantes sospechas se habían confirmado. Pablo se había vengado de ellos. Se había vestido con las ropas de Emilio y había penetrado en su casa usurpando su personalidad. Había dormido con Rosa fingiendo ser su marido En esos momentos, a través del portero automático escucharon la voz de Rosa que les ordenaba subir. Acababa de descubrir que en su lecho descansaba un hombre que no era el suyo con el que había pasado la noche. Se sentía  avergonzada. Cuando Clara y Emilio, abochornados, entraron en el piso, ya Pablo le había explicado a Rosa lo sucedido.

         -Ellos nos han engañado antes –aseveró Pablo. Les hemos pagado con la misma moneda. Ahora, los cuatro compartimos la misma  vergüenza.

         Entonces, Rosa, consternada porque había sido doblemente engañada, pero vengada a la vez,  desistió de entregarse al llanto y preparó el desayuno para los cuatro.

-Las infidelidades y los desengaños con pan son más llevaderos –subrayó- Después de desayunar, cada cual decidirá qué orientación dar a su vida.

3 comentarios

  1. Estupenda imagen; «la noche avanzaba despacio». Buen manejo de la historia… Tres cuartos. La capacidad que tiene se diluye cuando se embroya al final. Los diálogos no son creíbles. Debería haber llevado la historia desde el punto de vista del «dios literario».
    Suerte, escribe bien…

  2. No deja de ser gracioso imaginar la escena de los cuatro desayunando y compartiendo historias de traiciones y cornamenta. Espero que también evaluaran como opción el vivir todos juntos. Hay que estar abiertos a nuevas experiencias. Suerte.

  3. Otra historia de personajes ociosos, con diálogos de telenovela.

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