111- El octavo día. Por Calila

Llevaba ya muchos días aguantándome. Demasiados. Hace ocho días que llueve y ocho días que me aguanto. Y aquí parece que nadie quiere ayudarme. Para cuando yo aguanto lo que necesito es que me dejen en paz. Sólo me faltaba tener que cargar también con el resto. No, eso sí que no. Ocho días. Es la primera vez que aguanto tanto. Podría haber aguantado un día más: nueve. Seguro. Pero no ha podido ser. Aunque tampoco me quejo porque en el fondo me ha ido bien dejar de aguantarme, me pesaban ya los ojos. Me pesaba todo: la infancia, lo que más. No me lo puedo creer, ocho días. Sin parar. Y veo a la gente salir con el paraguas. Y a los niños saltar encima de los charcos. Veo a Aurora mirando por la ventana con los ojos llenos de ilusión. Y al padre Julián cerrando los ojos y escuchando atentamente el sonido de las gotas en la ventana. A todo el mundo le gusta, la lluvia. Menos a mí. Pero, aún así, he sido capaz de aguantarla ocho días. Con sus ocho noches. Hasta hoy, porque de verdad que no podía más. Además el pelo se me pone como un león con la lluvia. Con la humedad. Casi no puedo atármelo en una coleta de lo mal que se pone. Y la gente cuando entra a la iglesia deja rastros de huellas mojadas en el suelo y con los abrigos ponen los bancos de madera con pequeños charcos que parece que me calen el hábito entero. Y eso que no me siento nunca.

 

Mi madre tenía una enfermedad en los huesos. No sabíamos el nombre porque para saberlo tenías que pagar mucho dinero. Quiero decir que necesitabas el dinero para ir a un médico bueno y que te dijera exactamente lo que tenía. En definitiva, eso. Mucho dinero para tener un nombre. Dinero que no teníamos. Pero no nos hacía falta para saber que era algo malo. Dolía. Pero no le dolía sólo a mi madre. Me dolía a mí también. A mi hermana no lo sé, me parece que no, y a mi padre de alguna manera. Pero a mí me dolían los huesos y el corazón y el cuerpo entero con su alma y todo absolutamente todo me dolía. Me atrevo a decir que me dolía más a mí que a mi madre.

 

Mi hermana era muy lista. Y muy guapa. Y muy apañada. Era muy todo lo bueno. Era demasiado, mi hermana. Así que, cuando cumplió la mayoría de edad, le pidió a mis padres que la mandaran a la ciudad a estudiar. Quería ser maestra. Decía que, cuando tuviera todos los estudios y pudiera dedicarse, vendría, volvería es mejor verbo, para ser la maestra del pueblo. La profesora Dani. Porque mi hermana se llama Daniela pero le gusta que le llamen Dani. Como a un niño que se llame Daniel. A lo mejor si mi hermana se hubiera quedado y mis padres no le hubieran dado todos los ahorros para que fuera profesora ahora estaríamos juntas y mi madre tendría, por lo menos, el nombre de su enfermedad. Pero no. Se fue y dijo que volvería. Eso fue lo que dijo, pero se fue y no hemos sabido nunca nada más de ella. Al principio mandaba algunas cartas. Aquí las tengo, a veces las leo. Después ya no mandaba nada. A veces pienso que se ha muerto. Sólo las veces que quiero perdonarle la ausencia. Por eso a mi hermana no le dolían los huesos como a mi madre y como a mí. Porque no estaba.

 

Mi padre se llama Daniel pero no le gusta que le llamen Dani, porque si le llaman así están llamando también a su hija. Y eso no lo quiere. Ha trabajado toda la vida en el campo y pasaba poco tiempo en casa. Tenía una casa de paja allí donde se iba a trabajar y alguna noche se quedaba incluso a dormir. Le gustaba estar en contacto con lo suyo. Eso le decían algunos vecinos cuando lo veían por la calle: cómo va lo tuyo. Lo suyo era su trabajo, era su casa de paja. No éramos ni mi madre ni yo ni los dolores de huesos y de absolutamente todo. Mi padre quería mucho a mi hermana. La quería incluso antes de que naciera, más que a mí, por eso le puso su nombre. Cuando mi hermana se fue a la ciudad y dejó de mandar cartas, una vez mi padre quiso ir a buscarla. Pero no pudo, porque no sabía. Él sólo sabe de lo suyo. Intentó coger el tren, pero le daba miedo. Así que se volvió a la casa de paja y durmió allí muchos días. Quizá ocho aguantó allí con su soledad, como yo aguanto con la lluvia.

 

A mi madre cuando más le dolían los huesos era cuando llovía. Eso es algo que nunca entenderé, pero así ocurría. Cuando llovía muchos días seguidos, como ahora, mi madre parecía que se iba a morir. Una vez sí se murió. Al principio el dolor era flojo, después más fuerte. Mi hermana no estaba. Y mi padre, cuando llovía, se iba a lo suyo, porque la lluvia, al revés que a mi madre, le gustaba. Le gustaba porque así su campo crecía y crecía. También crecía el dolor de mi madre y el mío, pero eso él nunca lo supo. Mi padre es que sólo sabe de lo suyo.

 

Cuando llovía y mi padre se iba al campo y mi hermana se olvidaba de todos nosotros, también de los niños que la necesitaban como profesora, cuando llovía y mi madre no soportaba el dolor de sus huesos, se volvía loca. Muy loca. Loca de atar. Y ojalá hubiera tenido una cuerda, pero nunca la tuve. La habría atado a la cama y así me habría ahorrado yo los dolores y su locura. Porque mi madre, cuando llovía, lloraba, gritaba, maldecía y hasta me pegaba. Llenaba toda la casa de su dolor, de su loco y enfermo dolor. A veces me pegaba como estando poseída por su mal. Y si hubiera servido para que su dolor mitigara, bueno, pero no. Me pegaba una vez y después otra y después otra y como yo no gritaba, gritaba ella por las dos. Me dolían también los oídos.

 

A mí me encanta el verano. Me gusta que todos vayamos con los brazos al aire y las piernas y a veces las rodillas. Me gusta que haga calor. Que no llueva. A mi madre el verano también le gustaba. Mi padre pasaba mucho calor en la casa de paja. Mi hermana no tengo ni idea. Pero a nosotras nos gustaba el verano porque era entonces, sólo entonces, cuando podíamos llevarnos bien. Entonces cosíamos y hablábamos y reíamos juntas. También cocinábamos. Mi madre murió un invierno que llovió y llovió y llovió. Más de ocho días, muchos más. Se murió pero no se llevó consigo su dolor. Por eso siempre digo que mi madre me ha dejado una herencia de lluvia. Porque a mí me duelen los huesos y el corazón y el cuerpo entero con su alma y todo absolutamente todo me duele cuando llueve.

 

Pero he estado ocho días aguantándome. Ocho días. Podría haber aguantado un día más: nueve. Hasta dos: diez. Pero ha venido Aurora con un montón de palos y los ha empezado a romper porque quería jugar a un juego de lluvia y a mí me ha recordado el ruido a cuando mi madre me daba tortazos en la cara y le crujían los huesos del codo y me he puesto a llorar y Aurora no entendía nada porque sólo quería jugar y yo sólo necesito que deje de llover. Que deje de doler.

5 comentarios

  1. ME HA ENCANTADO TU RELATO, DENTRO DE LA SIMPLEZA SE PUEDE ENCONTRAR EL MISTERIO QUE PUEDE SER EL SOLO HECHO DE VIVIR, Y AQUI LA RIQUEZA DE LO VIVIDO EN TAN POCAS PALABRAS ES REALMENTE FANTASTICO.
    DA GUSTO PARTICIPAR CON ALGUIEN QUE ESCRIBE DE ESTA MANERA, TE DESEO LOS MEJORES AUGURIOS.

  2. Leído y releído, emociona y sobrecoge.
    Muy bueno.
    Saludos.

  3. Un cuento escrito con notable maestría e indudable mérito, ya que logra mantener la atención de principio a fin haciendo uso de muy pocos elementos argumentales. Me ha encantado.

    Enhorabuena.

  4. Me gustó mucho tu conmovedor cuento aunque cosidero que sale sobrando el último párrafo. felicidades

  5. Fantástico relato, magistral en su escritura, extraordinario en el ‘tempo’. Transmite como pocos las sensaciones de la protagonista y te envuelve en una atmósfera opresiva de tristeza y dolor. Mis más sinceras felicitaciones.

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