126- El Mago de Hoz. Por Sertacos

La mano ha de ser más rápida que el ojo. Desde los 6 años lleva la máxima registrada a fuego en su cabeza, entre las arrugas de su frontispicio, y llega ahora su estreno en el Teatro Real de Madrid. Ricardito, nuestro mago, está nervioso. Un joven empresario con agallas y con las suficientes influencias políticas y culturales lo descubrió (¿por casualidad?) en Hoz de la Vieja, en la Casa Rural del Molino Alto, mientras ejecutaba unos ejercicios de magia para concejales ociosos, y el manager artístico le prometió que en menos de un año lo llevaría a lo más alto porque era, en su campo, un fuera de serie. El compromiso verbal estaba llegando a su término y la hora H estaba a punto de acontecer. A Ricardito Martín no le gustan las similitudes, pero si todo sale bien en su bautizo escénico en aquel Olimpo, piensa, será como de película fantástica inaugurada en 1939 con alguna variante que su portentosa imaginación le otorga: Judy Garland ascendida por un tornado y dejada en un escenario majestuoso con butacas aterciopeladas donde conviven brujas con verruga y sin verruga, espantapájaros que hablan y que callan, leones cobardes que obtienen méritos al valor, hombres de hojalata con corazones de hierro y otros seres extraordinarios.

 

Ricardito se sienta en un banco de la Plaza de Oriente a admirar la arquitectura del teatro cercano al Madrid de los Austrias y que conserva, en parte, la fisonomía original de 1859. Se siente un privilegiado, pero las manos le tiemblan como hojas de otoño a merced del viento vehemente frente a la responsabilidad que implica aquel cartel en la puerta de cristal: ÚNICA ACTUACIÓN DEL MAGO DE HOZ. Respira hondo, hasta las esquinas del alma que arañan sus pulmones, repasando mentalmente sus trucos, especialmente el orden de ejecución; intenta recordar la música que acompaña sus prodigios, pero especialmente los silencios, que son todavía, más contundentes. No quiere que nada arruine el espectáculo. Faltan tres horas para el inicio de su arte, que aquel ejecutivo financiero denominó en su momento “circunvalación del milagro”; qué expresión, de una brutalidad extrema, sumida tangencialmente en la herejía, de tan rimbombante… falaz.

 

Ricardito cierra los ojos y visualiza con diapositivas mentalistas al gran maestro Harry Houdini, a René Lavand, a David Copperfield…, y adquiere fuerzas para levantarse de su banco de miedo y entrar por la puerta principal a hombros de una ambigüedad postrera. Sube los cinco escalones de acceso y se siente exhausto como si hubiera escalado la Sierra Madrileña en apócrifa peregrinación solitaria o en penitencia multitudinaria; es un qué decir. Sacude sus brazos intentando expulsar a través de la punta de sus dedos nacarados el espejismo de su preocupación. Pasa entre el desfiladero de butacas empapándose de la espiritualidad que transmite el interior. Sube al escenario con trémula decisión y calcula con pasos igualitarios la simetría exacta que lo ubica en el centro neurálgico. Mira a derecha e izquierda con liturgia y comprueba si los espejos situados estratégicamente le pueden jugar una mala pasada, por el ángulo. En un plis-plas, con una docena de zancadas mal contadas, se dirige a uno de los cómodos palcos y desde allí comprueba que los diversos niveles en perspectiva de cortinas negras están justo en su sitio como los fundidos en negro de las películas. Qué silencio tan abrumador, con el auditorio vacío, sopesa, y lo imagina lleno de seres fantásticos que interactúan como público inversemblante. Está tomando fuerzas su imaginación y eso le da sobriedad, lo acoraza contra los deslices de la imaginación. Se aprieta las sienes y cree con fervor positivo que el éxito debe ser igual que coronar un ocho mil. Más confiado, se dirige al camerino, sus piernas se dinamizan solas y en su rostro hay un rictus de credibilidad. Se mira en el espejo enmarcado de bombillas encendidas de 18 vatios y se lanza horizontalmente un mazo flexible de cartas malvas de una mano a la otra con una precisión de entomólogo. Comprueba el feed back de las espadas retráctiles. La bola trilera que desaparece en el cubilete. La chistera que amaga conejos vivos. Los pañuelos invisibles. La jarra que al volcarse se llena de agua. La cuerda flácida que adquiere la tiesura del hormigón. La lencería roja que se extrae sin correr una cremallera de vestido. La varita que se hace ramo de flores. Saca de un estuche una pierna ortopédica y la obliga a dar un puntapié contra una columna del camerino para asegurarse de su consistencia y de que no cae el zapato del 45 ni el capitel, no sabe si dórico, jónico o corintio porque no llegó a ese tema en la escuela elemental, la abandonó antes por la magia. Indaga la doble abertura de la caja donde introducirá a su partenaire y se zambulle en la laguna del gozo. Todo saldrá a pedir de boca, miel sobre hojuelas, ahora está seguro.

 

El anfiteatro rebosa. La sala de butacas se está colmando. Los palcos más selectos son los últimos en cubrirse como si hubiera una ley no escrita que dijera que el tiempo de espera de éstos es más valioso que el de aquéllos y por eso apuran tanto para ocuparlos. La catarata de magia está a punto de comenzar. El segundero, apuntalándose en el norte, invita a la puntualidad. Se oye un timbre de anuncio, un trompetazo cacofónico, campanas celestiales… luego un suspiro femenino en zona de sombras, toses dispersas igual que petardos y de vez en vez, algún que otro carraspeo, aquí y allá, sin meditación, lejos del boicot voluntario, eso cree él. Ricardito mira a través de una rendija de la cortina que espejea como una grieta de ébano. El manager, tras los bastidores, acaba de apretarle con su mano gigante el omoplato para que ojee el aforo de platea, le ha presionado hasta hacerle daño, dejándole tatuado un verdugón con forma de cefalópodo. Ricardito no da crédito, hay un colectivo de humanos asistentes que se caracterizan por sus rostros controvertidos; perdonen que aquí, en este tránsito crucial, en esta coordenada en concreto, no pueda ser más explícito.

 

Se eclipsa la iluminación general del gran salón. La música es atronadora igual que el fragor de una batalla. Los chorros de luz de los focos se estrellan dando vueltas de vértigo contra la inmensidad de la noche hecha telón. Los murmullos generales se disipan en el ambiente hasta decaer en un pozo frío. En la caja escénica nos encontramos con un sofisticado y complejo sistema de plataformas superpuestas que tiemblan como pábulo a un terremoto escénico. El espectáculo comienza. Señoras, señores… una voz en off. Se descorre la noche. El mago viste impecable, con un frac negro de alquiler que reverbera destellos fucsias, magentas, ocres, su pajarita dorada, sus mocasines puro betún… Su azafata, con pompón ridículo, escasa de ropa, medias de red y tacones de aguja, abre las manos señalando al prestidigitador para que no aparezcan interferencias anatómicas.  Los naipes trucados del mago dibujan un arco románico pasando de una mano a la otra con una destreza de acróbata mientras suena el concierto para violín y orquesta sinfónica en Re mayor Opus 35 de Tchaikovski; qué mejor que un clásico. Espera los primeros aplausos que se resisten como mujer frígida. Cegado por sus anhelos, nuestro mago mira encandilado a los latidos de luz; no ve nada, escucha algún bostezo irreverente que cree fruto de la casualidad. Motivado todavía, adivina cartas, hace desaparecer relojes de las muñecas, cambia los colores de los pañuelos, extrae de sus labios prístinos decenas de metros de una liana que parece infinita. Los bostezos se contagian entre el público igual que pandemia. El mago Ricardito frunce el entrecejo: le da la espina dorsal de que su sueño de triunfar está palideciendo, y no hace falta ser adivino ni embaucador para darle la razón. Arduo, se esfuerza hasta lo inhumano para congratularse, para que se rindan a sus pies. Hace desaparecer y aparecer conejos, liebres, palomas blancas, gatos negros, atraviesa una caja con floretes… Nada. Los metacarpianos de los asistentes no impactan en palmadas. Los bostezos se atropellan en la atmósfera del teatro, se convierten en burlas encarnizadas. Escucha abucheos que lo abotagan. Los ojos del mago se hacen niebla. Mira entre bastidores y ve a su financiador, sin malabarismos, partirse en dos, de la risa; hay algo más que malicia en aquella socarronería. Esto no es un espectáculo de humor, se indigna con perdigones de saliva incendiada. El Teatro Real es, en bloque confabulado, una metáfora de desdén hacia su persona. Todo tiene pinta de una venganza humillante. El mago, ingenuo, confía en su número final para rendir a la hilarante asistencia, con cierto resentimiento. Su número estrella es un truco poco enternecedor: desgaja la cabeza de su partenaire y la pasea por la pulida superficie del escenario. Nada. La sorna generalizada continúa, encadenada a aquellos espectros de asistentes. Su sueño de la infancia se ha pertrechado. Las lágrimas incipientes dan un barniz singular a sus glóbulos saltones. Definitiva, fenece la euforia primeriza. Ha fracasado.

 

Ricardito el mago vuelve a su pueblo natal alicaído, se vierte la noche a chorreones, está amarrándose. Antes de llegar a su limbo se pasa por el cementerio a dejar unas flores naturales sobre la tumba de su amada. Tropieza con una lápida que reza: Ricardo Martín (1921-1939, proyecto de mago, camarada, buen hombre, creyó en la magia del amor). Justo al lado hay otra lápida: Ernesto Lafuente, (1918-1940, proyecto de manager, falangista asesino, primero, celoso siempre, suicida, después). El resentimiento del segundo no se conformó con el homicidio y la muerte, tuvo que humillarlo más, en la otra vida. Una doble venganza. Cuántas habrá y de qué índole, lo que le espera al pobre. Sobre su tumba, Ricardito quiere creer que hay una cruz en la penumbra (ya no es ateo), que como mucho brilla una luna afilada que se asienta en el mármol…, pero lo que realmente yergue con sangre seca es una hoz (el arma del crimen). Qué triste todo, divaga (deambulando); es… un alma en pena.

4 comentarios

  1. Difícil que unos «pulmones» arañen, dejando aparte la «bofetada» del frontispicio por el llano, simple y agradable término de frente. Eso es sólo el principio…
    Suerte.

  2. Perdón, por si no se ha entendido, me refería a la «bofetada mental» que se produce en el lector… Al menos a mí, claro.

  3. La verdad es que hay todo un ejército de adjetivos que inundan la historia y se desparraman por el escenario, entre las candilejas. Alguno caería sobre los aburridos espectadores. Aun me pregunto por qué el diminutivo en el nombre del mago.. Suerte.

  4. Barroca (o barroquísima) narración la de Sertacos, difícil de leerse, pero quisiera saber si significó un gran esfuerzo de parte de su autor escribirla, o si este tiene entre sus defectos o sus virtudes, el escribir de esta manera.

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