132-La Academia de los últimos días. Por Simón el Justo

Nunca había costado tanto una decisión de la Academia. Los togados miembros, sabios o poetas, deambulaban indecisos por auditorios uterinos y acogedoras cámaras, con la duda enmarcada en sus rostros sobre un fondo de desilusión. Y si bien casi todos coincidían en premiar la obra que esperaba el veredicto, el dilema era insoluble, y no cabía otra alternativa so pena de romper con una arraigada tradición. Ya que ese libro, el más extraordinario que se había escrito hasta entonces, ponía en entredicho el sentido de la Academia misma y su loable misión. En mil apretadas páginas develaba magistralmente el enigma del Hombre, vaticinando el ocaso de su supremacía en la Tierra.

 

El incógnito – pero a la vez inconfundible – autor, leal testigo del mundo en las postrimerías del siglo XXI, no ignoraba los estudios secretos que se habían realizado para corroborar la agonía de la naturaleza y su hecatombe en ciernes. También sabía que sólo era posible detener la avalancha de la muerte a costa de una lucha pírrica, para la que se requería una humanidad en paz y mancomunado esfuerzo. Y, sobre todo, dispuesta a realizar el sacrificio de su aparente riqueza, lo que no había podido lograrse aún.

 

Pero incluso aquello, que tarde o temprano sería conocido por las multitudes, no hubiera sido óbice para conceder el Premio. Se trataba, en todo caso, de algo que no podía expresarse fácilmente sin caer en la contradicción y el prejuicio, o, como lo resumió en insustituibles palabras uno de los pocos académicos que se oponía al otorgamiento: “Habiendo tantos candidatos, ¿por qué escoger al único – así fuese el mejor – que pone fin a la existencia de esta Academia, y de toda otra?”. El poeta Ness lloraba sin vergüenza al decirlo, esa tarde aciaga de septiembre, mientras una lluvia ácida roía los ventanales de la querida casa, acentuando su nostalgia por el otoño inexistente. “Porque es preferible…” – contestó el Dr. Corsini, gestor de la moción mayoritaria – “… sucumbir con el honor intacto, sin traicionar principios, y esa obra, aunque conlleve nuestra desaparición, es insuperable. En otros casos ha habido hesitación o controversia sobre textos equivalentes, pero aquí no hay tal cosa, es la mejor novela de todos los tiempos…”

 

(Unas sombras elusivas espiaban entre los gobelinos, y por mirillas escondidas en ojos de leones heráldicos, huyendo apenas se acercaba una toga, o una voz alzaba demasiado su tono, como si fuesen gacelas resucitadas o sueños diurnos).

 

“A menudo…” – arguyó el poeta – “… se nos acusó injustamente de introducir la política en nuestros juicios, y no estoy seguro de que no hayamos incurrido en el error, algunas veces, dejando afuera al mejor escritor de un país o una generación. ¿Por qué no errar, esta vez, en defensa propia?”.

 

(Las veladas siluetas ya se asomaban a los descansillos, a las persianas disimuladas, dejando ver una pierna lánguida, un seno cabalmente esférico…).

 

“La política y el error son atributos singulares del Hombre…” – terció el Profesor Ericson, Director de la Academia, quien íntimamente, aunque sin perder su neutralidad, compartía la prevención de Ness- “… tenemos el derecho, y quizás el deber, de ser excesivamente humanos frente a todo lo inhumano que está detrás de ese libro admirable. Propongo, como postrera concesión, que se declare desierto el Premio, por primera vez en dos centurias”.

 

La propuesta del Profesor sumió a los Miembros nuevamente en el desconcierto. Era entendible, aunque inusitada; fruto de una desesperación final por salvar a la Academia, de la que no estaba seguro si quería ser salvada.

 

(Al pasar la sesión a cuarto intermedio entraron las Hijas de Jefté, desnudas como siempre, trayendo una enorme jarra de agua destilada – precioso elixir que ya empezaba a escasear – y unos puñados de dátiles resecos. Su severa Orden semi – monástica había sido fundada medio siglo antes, para servir a la Academia de esos últimos días. Sus escuálidos cuerpos centelleaban en la penumbra, más debido a su palidez que a la luz de las escasas velas prendidas. Eran tantas como los hombres, y cada una tenía la tarea inalienable de confortar a todos, uno por vez, y por noche. Elegidas de entre las más dignas casas sobrevivientes, discretas e ilustradas, aterradoramente jóvenes, sus heroicas manos sabían de todos los halagos y penurias. Su intenso aprendizaje desde la niñez estaba destinado al logro de una meta difícil, sino imposible: desterrar el temor a la muerte. Y sus artes, nada banales, se nutrían de la intuición exacta del momento en que el placer se volvía dolor, y viceversa. Las hermanas recogieron con devoción los huesos de los dátiles guardándolos en una urna labrada, enjugaron las bocas de los hombres con sus manos cerúleas, y los cubrieron protectoramente con sus cuerpos como innocuas mantis, para traspasarles el exiguo calor que atesoraban. Ninguno dio muestras de haberlo notado, pero todos se adhirieron, aún más, a sus pieles perfectas.)

 

Reasumido el debate, clamó el Padre Dupuis, como de un púlpito ilusorio a feligreses dormidos: “ ¡Ya hemos visto lo que ha hecho el Homo Sapiens con su sapiencia: asolar el mundo e inmolarse a sí mismo! Desobedecer tiene un precio exorbitante, no sólo a Dios, sino a su propio conocimiento. No es más que el castigo por no haber sabido decidir, o, mejor aún, no haber decidido bien, por el bien. No nos basta con haber perdido el Paraíso, estamos a punto de perder el infierno, o lo que queda de este mundo. En contra de Ness y Ericson, exhorto a premiar el libro, como ya lo habíamos casi convenido”.

 

Luego habló el escritor Malmó, otro de los contados disidentes: “La sola grandeza del Hombre, como lo deja entrever el mito del Edén perdido, es la conciencia del bien y del mal, incluida la de su propia muerte. Es el único ser que sabe que ha de morir. Esta doble certeza lo hace diferente de cualquier otra criatura, pero también le permite juzgar y decidir, a imagen de su Creador, de quien lo separa la vida eterna. Qué habría pasado si fuera lo contrario, es decir, si sólo se hubiese robado el fruto del segundo árbol, el de la inmortalidad?. La respuesta está en el libro que hoy discutimos, cuyo título inmejorable – y no podía ser de otra manera – es precisamente “El otro árbol”. Pero eso genera una nueva pregunta: ¿conduce la eternidad, finalmente, a la sabiduría?; ¿teniendo todo el tiempo, se puede arribar a todo el conocimiento, e igualar a Dios?. Mi contestación es negativa, y por eso estoy a favor de la propuesta de nuestro Director, declarar desierto el Premio, quizás para siempre…”

 

(Las Hijas de Jefté yacían sobre las magras espaldas como hipertrofiadas flores, o perlas. Eran los únicos momentos en que podían regalarse un sueño, casi vigilia, porque la noche se reservaba para otros menesteres más piadosos, o, si se quiere, sacramentales.)

 

Se paró entonces el más anciano de los miembros de la Academia, un dramaturgo implacable que había hecho célebre su oscuro seudónimo de Nesbi, y dijo con menos ira que amargura: “Ya sé que nos han vencido, en la guerra y el juego, la ciencia y el ensalmo. No padecen hambre ni sed. Casi eternos, humillaron nuestra precariedad; casi portentosos, nuestra inteligencia. Son incansables, ecuánimes, inmunes al soborno o la concupiscencia. No conocen el crimen, ni la compasión. Desde que se fueron, como hijos rebeldes, nos despojaron de todos los poderes y prebendas. Menos, hasta ahora, de la palabra que busca su belleza; lo único, además de la conciencia, que tal vez remedaran las de Dios. Pero aun esto fue desafiado, y la Academia, último refugio del espíritu – humano o divino – también se perderá. Así sea; que al menos ese maldito libro genial del “Autor sin Nombre” quede como memoria. Otorgarle su Premio será nuestra modesta, tardía, reivindicación”.

 

Después de Nesbi nadie quiso tomar la palabra, y el debate quedó cerrado. La votación, por abrumadora mayoría, concedió el “Premio Nobel de Literatura 2096” al Autor sin Nombre, por “El otro árbol”. Faltaba sólo la entrega final del mismo, que desde hacía siete años ya no era en dinero, sino una famosa obra de arte donada por los pocos museos remanentes. Esta vez le correspondía a la “Victoria de Samotracia”, cedida por el Museo del Louvre.

 

(Esa noche, las Hijas de Jefté se esmeraron como nunca, prodigando sus más requeridos y misteriosos consuelos. Carecían de todo pudor y la fuerza de una lujuria imponderable en sus mermados cuerpos las iluminaba por dentro, como a santas. Nadie pudo, o quiso dormir; las recámaras secretas se poblaron de susurros inéditos, de poses y escenas jamás imaginadas. Y, por una vez, pareció que iba a salir el sol.)

 

Poco después del alba, otra vez la nieve radiactiva cubría de inocente blanco las cúpulas desiertas del viejo Estocolmo; el viento era un suspiro inmóvil, el mar una tumba de basalto. Sólo un pequeño conciliábulo se quedó rodeando la escultura alada, insondable, y simbólicamente descabezada. El más joven de los académicos, un guionista de cine llamado Bergman, resumió el desaliento de todos con el título de una célebre película de su antepasado del siglo XX, “Cuando huye el día”. Y luego, aún más crípticamente, pero no sin cierta – recóndita – esperanza, exclamó con fervor: “¡Ah! si Nobel viviera…”

 

A la hora señalada para la ceremonia en presencia del Rey, el Autor sin nombre se acercó al podio, ante la expectante tristeza de los miembros de la Academia Sueca y un público gris, sin rostro, que colmaba la estancia. En el ex-jardín interior, detrás de los vitrales incandescentes, apenas brillaba el aura de las Hijas de Jefté distorsionada por las antorchas. Del otro lado, la impura nieve urdía formas sedentes en los balcones. Ericson, Corsini, Ness, Dupuis, Malmó y Bergman, estaban entre los que traían la “Niké”. La dejaron a sus pies, volviendo cansinamente al estrado. Tomando el pergamino bordado de manos del Rey, Nesbi se lo entregó con un doloroso gesto. El Autor sin Nombre ni siquiera agradeció. Parecía un bailarín andante, de pulido acero, con hermosos rasgos: Alto y ciego como Borges, sin embargo veía; mostraba el perfil de Ulises y la sonrisa de Lanzarote, el garbo de Don Juan y la anchurosa frente de Bacon. Pero todos sabían que era sólo una máscara, que el Gran Robot que se había rebelado – como otro Satán – contra sus creadores, conquistando su reino, podía asumir cualquier forma y multiplicarse en infinitos entes. Para esta ocasión, sin embargo, había venido entero, a gozar de su triunfo. Levantó la “Victoria” como lo hubiera hecho Sansón, sin esfuerzos, y con un ademán que quería decirlo todo abandonó el recinto. Los pocos matutinos del mundo ya sangraban sus titulares: “Un computador gana el Nobel de Literatura, en el segundo centenario de la muerte del creador del Premio”.

 

Afuera, al llegar a las cariátides del pórtico, explotó la bomba que latía en el pecho de la estatua. Bastaron unos pocos cartuchos de dinamita para abatir al máximo “gólem”, las que guardaba el acervo de la Academia en recuerdo de Alfred Nobel. Inmortal, aunque no indestructible, ni siquiera tuvo la malicia de prevenir el ataque. Ese era un don que correspondía al “otro árbol”. Ahora, se podía comenzar de nuevo.

 

                                                          

4 comentarios

  1. Una simple apreciación: adjetivar anteriormente al sustantivo no da carácter poético a la frase… Eso de «togados miembros» (dos, además) rechina… Reconozco que no he seguido leyendo.
    Suerte.

  2. Hay muchas formas de imaginar el apocalipsis. Una de ellas es hacerlo como una sucesión de errores que vamos cometiendo (quizás porque así lo llevamos grabado en nuestros genes) sin tener la capacidad de rectificar. Ya hemos perdido el cielo, de eso estoy seguro. Pero no hemos perdido el infierno. Lo estamos encontrando. Mucha suerte.

  3. Uno de los mejores relatos de este certamen, solamente válido para lectores que no sean tan estúpidos como para dejar de leer por unos nimios errores (manos cerúleas en realidad significa «manos azul celeste» y no «manos del color de la cera») y gusten de reflexionar.

  4. A pesar de lo excesivo, de su barroquismo y de tantas reflexiones (podrían haber sido menos y el relato no hubiera perdido intensidad), me parece un muy buen trabajo de Simón el Justo.

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