203- La invasión de los ladrones de cuerpos. Por Maggie Send
- 1 noviembre, 2012 -
- Relatos -
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Su hija insiste a todas horas.
—¡Padre, usted se está haciendo mayor! Además, desde que murió madre ya no se vale como antes.
Pero Gregorio aguanta de pie, estoicamente, la reprimenda de su hija como si fuera uno de esos gladiadores del ring a los que sostiene el amor propio, a pesar de haber recibido de su contrincante un fuerte golpe en el estómago y estar al borde del KO. El anciano se aferra a los recuerdos diseminados por todos los rincones de la casa. Solo le sacarán de aquel lugar con los pies por delante.
—No puede seguir viviendo aquí solo —sentencia Sandra.
El anciano nota los pinchazos que cada mañana devoran sus articulaciones. Aunque no se lo ha confesado a nadie, algunas noches, le cuesta respirar y siente un intenso dolor que le oprime con frecuencia el pecho. En ocasiones, se olvida de tomar las pastillas para la tensión y los medicamentos que combaten con ineficacia la artritis.
Antes se lo recordaba constantemente su mujer, Victoria, pero desde que el Señor se la llevó una lluviosa tarde de abril su vida se ha ido oscureciendo poco a poco. Cuando su esposa falleció de un cáncer de páncreas, una parte de él se marchó con ella, y más de una vez sopesó la posibilidad de ir a su encuentro. Sin embargo, le faltaba valor para apretar el gatillo de la escopeta, rajarse las venas en el baño o colgarse de una soga en el granero.
Su cuerpo, tenaz, se negaba a sucumbir. Algunas tardes, sentado junto a la mesa camilla y al calor del brasero de cisco, abría un viejo libro que perteneció a su difunta esposa. Las páginas se encontraban desvaídas y llenas de anotaciones. Aunque no sabía leer, a fuerza de escuchar, aprendió al pie de la letra lo que decían aquellas hojas. Su mujer solía recitar los párrafos, con su voz dulce, antes de acostarse cada noche. Aquél era uno de esos placeres que echaba de menos y que ya no tendría la posibilidad de disfrutar jamás. Leer te permite viajar a lugares inimaginables, le decía Victoria mientras el eco de sus palabras repiqueteaba en la noche.
—¿Me está oyendo, padre?
Él la observa con los ojos ausentes, el gesto frío y extiende la mano izquierda como si quisiera añadir un comentario. No obstante, tras unos segundos de vacilación, agacha la cabeza y sella sus labios con saliva. No desea discutir, prefiere hacer oídos sordos a las palabras de Sandra. Ella sigue sin comprender que su vida se halla entre esas cuatro paredes.
—¿Me está oyendo, padre? —le vuelve a repetir.
—¡Sí, te oigo, no estoy sordo! Me lo puedes decir más alto, pero mi decisión ya está tomada. Si tengo que morir será aquí. Como lo hicieron mis padres y mis abuelos. Yo no quiero ser una carga para nadie. Ni para ti ni para tu hermana.
No va a permitir que le suceda lo mismo que a su primo Virgilio. A él sus vástagos le internaron en una residencia a las afueras de Badajoz.
—Un lugar idílico con jardín, bancos y unas amplias habitaciones equipadas con televisión, cama y un armario —le dijo su primo carnal por parte materna, la única vez que fue a visitarlo—. Aquí conoces a un montón de gente muy simpática. Está la Reme, la Abundia o el Tiburcio. Con él juego al mus todas las tardes. Formamos un gran equipo. Los monitores nos preparan multitud de actividades: yoga, gimnasia, manualidades, concursos de baile. ¡Ah y además, tenemos una piscina que cubre hasta dos metros!
—¿Y para qué cojones quieres tú una piscina? Si no te has lavado en la vida. Tú que siempre has sido como los gatos, alérgico al agua.
—Ya bueno, pero si quiero, puedo bañarme, ¿no?
Gregorio permaneció en silencio. Los gestos de Virgilio le traicionaban como a un embaucador al que le sobresale un as debajo de la manga. A él no podía engañarle. Sabía de sobra que aquel viejo cascarrabias echaba de menos el olor del trigo durante el verano, los interminables paseos por el pueblo, el sabor del agua de la fuente y cuidar los tomates de su antiguo huerto allá en Hinojosa. Nada más escrutar sus ojos vacíos, exánimes, supo que su primo daría lo que fuera por sentarse, como años atrás, en el corral con un vasito de vino entre sus manos mientras contemplaba a lo lejos las estrellas desparramadas por el cielo y escuchaba el incesante crepitar de los grillos. Por unos instantes, su imagen le trajo a la memoria la de un perro abandonado en mitad de un bosque. En aquella residencia Virgilio se estaba muriendo lentamente, pero no de cáncer ni de afecciones cardiovasculares sino de algo mucho más atroz y doloroso como es la tristeza.
Mientras se valiese por sí mismo, nadie le iba a meter en uno de esos lugares. No deseaba sentirse como un león enjaulado. De eso ya sabía bastante su padre que permaneció en la cárcel durante más de doce años cuando las autoridades militares le tildaron de rojo y a punto estuvieron de darle el paseo.
—No hace falta que se enfade. Ya sabe que tanto Beatriz como yo le queremos mucho.
La vida le había enseñado a disfrutar de los pequeños momentos y eso era algo que no valoraban los jóvenes. Sus hijas siempre que acudían a visitarle llegaban con prisa, le dejaban algunos víveres en la nevera y limpiaban por encima el salón, el cuarto de baño y las habitaciones. A sus yernos no les hacía mucha gracia que Beatriz y Sandra perdiesen el tiempo con él. Le consideraban un trasto viejo e inútil, un ser inservible que no cesaba de ocasionar molestias a raíz de sus frecuentes achaques ocasionados por su avanzada edad. Ellos solo esperaban que se muriese cuanto antes para cobrar la herencia, vender las tierras y aligerar la carga en caso de que tuviesen que poner dinero para internarlo en un asilo.
—Pues si tanto me quieres, no sé cómo no traes más a menudo a Julia.
Su nieta de seis años era una de las pocas alegrías que le quedaban al viejo, una vez que el médico le había prohibido el alcohol y el tabaco. Tal vez fueran sus ojos almendrados, su risa inocente o su mirada azul en cuyos ojos podía vislumbrar el mar y el sonido de las olas. La pequeña constituía una fuente inagotable de ingenio. Se podía pasar largas horas jugando con ella en el corral a la comba, a las cartas o al escondite. Todavía recordaba con nitidez una calurosa tarde de agosto en la que ambos se iban a marchar al huerto a regar las lechugas, los fréjoles, los pimientos, los calabacines y los tomates que ya estaban a punto de madurar.
—¡No sé dónde he puesto la azada! —le comentó a la pequeña.
—¿Y qué es eso, abuelito?
—Es…
Y se quedó en blanco como un ordenador al que hubiesen formateado el disco duro, eliminando nombres, imágenes, archivos, documentos, vivencias y recuerdos. A menudo su memoria le jugaba malas pasadas. En ocasiones olvidaba dónde se encontraban los aperos de labranza, qué hizo con el mando de la televisión o por qué algunos días acumulaba un montón de bolsas de basura en el dormitorio. A esos pequeños lapsus no quería darles la más mínima importancia.
>—Es… una…
Cerró los ojos, se llevó los dedos a la parte de atrás del cráneo y apretó los escasos dientes que le quedaban en la boca, tratando de encadenar una secuencia lógica de caracteres que le permitiese recordar. Cuando abrió los párpados, su rostro se tiñó de una palidez mortal, como si todo él estuviese esculpido en hueso. Durante unos segundos, Gregorio se transformó en otra persona, en un ser vacío, sin sustancia, como si se le hubiesen evaporado para siempre todos los fragmentos de su vida almacenados en su memoria.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó Gregorio.
La niña le observó con la boca abierta y frunció el ceño. Se llevó el dedo índice a los labios y mordisqueó la uña con los dientes. Arranchó unos padrastros, se encogió de hombros y lo miró confundida igual que si un desconocido hubiese usurpado el cuerpo de su abuelo. Tras unos instantes de vacilación, dibujó una sonrisa mellada en su semblante y creyó que Gregorio se estaba burlando de ella. Él solía ser un bromista como uno de esos payasos del circo que hacen las delicias de los más pequeños.
—Yo, yo… soy Julia.
Al oír el nombre, el anciano reaccionó como si hubiese recobrado la cordura, y la lucidez se instaló de nuevo en sus ojos.
—Claro, Julia. ¡Por supuesto que eres Julia! Solo te estaba poniendo a prueba.
Ella lo miró con recelo. No terminaba de creérselo. A pesar de su corta edad, supo que le mentía. Era la misma expresión que utilizaba su madre para indicarle que los niños venían de París en el pico de una cigüeña y que sus Majestades de Oriente nada tenían que ver con los padres. A continuación se perdió entre las habitaciones de la casa. Regresó poco después con una mochila de la que extrajo un rotulador rojo de punta gruesa y un taco de papeles amarillos.
—¡Mira abuelito! —le dijo—. Esto lo aprendí en clase de inglés para que no se me olvidaran las palabras que me enseñaba la profesora.
Escribió su nombre con una letra irregular en uno de los papeles adhesivos y se lo pegó en su pecho.
—Ahora ya nunca más podrás decirme que no sabes quién soy.
Instantes más tarde, Julia comenzó a empapelar todos los rincones de la vivienda con pos-it. La cocina, el baño, el salón y los objetos de las diferentes dependencias no se salvaron de las notas manuscritas. Fue tal su insistencia que hasta puso adhesivos con su nombre a todas las herramientas que guardaba en el granero.
—¡Así es imposible que se te olviden las cosas!
Ni siquiera Toby, el pequinés que hacía compañía a Gregorio desde hacía años, pudo librarse de llevar un pos-it en la cabeza.
Y aquel método infalible de su nieta le había funcionado a la perfección.
—Padre, Julia, está ahora en un campamento —dijo su hija—. No volverá hasta dentro de un par de semanas. Se lo dije ayer por teléfono. ¿No se acuerda?
—Sí, sí… Venga deja eso y márchate ya a Badajoz que de la ropa me puedo encargar yo perfectamente. ¿Acaso crees que no me enseñó tu madre a utilizar esos dichosos electrodomésticos? Pues sí…
En la cocina Sandra se acerca a su progenitor. Nota cómo el hueso ha ganado espacio al músculo en su semblante. Lo estrecha fuerte entre sus brazos, se apoya en sus hombros como cuando apenas era una niña y nota su aliento dulzón, a menta y tabaco.
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—¿Ha vuelto a fumar, padre?
Ella repara en la lengua asomando en el labio inferior, las cuencas de los ojos hundidas, el iris salpicado de hileras de venas rojas y la mirada perdida en algún lugar del infinito.
—¡No, claro que no, si lo tengo prohibido tajantemente! —dice Gregorio mientras traga saliva y desea con todas sus fuerzas que Sandra no haya encontrado el escondite donde guarda el tabaco que compra en el bar del pueblo de forma clandestina.
—Volveré a verle el jueves que viene —solloza su hija entre lágrimas.
—Estoy bien, de verdad, no te preocupes por mí. Eso de que me estoy haciendo mayor son tonterías, cariño. Dale recuerdos a tu marido y la próxima vez espero que vuelvas con Julia.
Cuando el vehículo de Sandra se convierte en un punto inapreciable en el horizonte se pone a hacer la colada. Mete el pantalón, las camisas y los calcetines en el microondas, programa el reloj durante tres cuartos de hora y espera, sentado en el corral mientras los últimos rayos de sol de la tarde golpean el empedrado, a que se le lave la ropa.
Que está bien escrito tu relato, es algo que ya te han dicho. Que emana ternura, sensibilidad y realismo, también; que me has dejado triste, melancólico y hecho una piltrafa…quiero que lo sepas. La próxima vez espero leerte algo alegre porque seguro que manejas el humor igual de bien que la angustia de la vida misma. Un abrazo
Entrañable, sencilla, dulce, desbordante de ternura, repleta de sensibilidad. No hace falta recurrir al diccionario de sinónimos para escribir una buena historia. Mucha suerte.
La invasión de los ladrones de cuerpos. Nunca se me habría ocurrido una forma tan original de denominar a la demencia senil. La escena del microondas, impagable por lo tragicómica.
Suerte Maggie Send
Gran historia y bien narrada, con un final tan simpático como duro. Suerte
Una historia y una situación muy reales, y también entrañables.