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214- Tu rostro en una taza de té. Por Areira

1

 

Las campanas de la capilla del cementerio sonaron lentas, en una cadencia musical de alternancia del macho y la hembra, o lo que es lo mismo del grave y del agudo.

Mara Torres caminó al mismo ritmo pausado hacia la tumba donde su padre había sido enterrado junto a su esposa apenas un par de meses atrás. Iba sola, como sola estaba en su propia vida. Señor, el joven Golden Retriever, un regalo de ella, tuvo que quedarse encerrado en el coche. El compañero fiel que permaneció a su lado hasta que exhaló el último suspiro, ladrando sin cesar a la muerte, retándola en un duelo en el que llevaba todas las de perder, era el único a quien no se le permitía visitar su tumba. Chasqueó la lengua con pesar. Una de tantas normas absurdas.

Otros dos pensamientos de signo bien distinto ocupaban su mente. El primero, acerca del sonido. Pensó si esos vacíos entre toques estaban dispuestos para que los vivos meditaran acerca del futuro que les esperaba. El siguiente, le pareció casi irónico. A quién se le ocurría morir en un día como aquel.

Su padre, un viejo marino que, como el del poema de Antonio Machado, había acabado por sembrar un jardín junto al mar, le contaba que la noche del treinta y uno de octubre se celebraba el Samaín, y que por eso había que encender una hoguera. La guía, la luz en la oscuridad, para que aquellos que habitaban en ese espacio sin límites entre el cielo y la tierra pudieran regresar durante unas horas, al encuentro de sus parientes vivos. A ella le encantaban las historias sobre ese tema. Y más contadas por él, con aquel tono bajo, un poco ronco, aderezado de gestos con las manos y expresiones truculentas del rostro para potenciar el tenebroso misterio.

Se acercó a la tumba. Allí parada les recordó tal cuál eran. Tan distintos y tan complementarios. Y tan felices. Limpió y adecentó el lugar. Colocó un ramo de  crisantemos níveos en el florero y encendió una vela. No rezó. Se había olvidado de las oraciones que su madre le enseñó de niña. Una vez muerta, nadie volvió a recordárselas. Su padre era un ateo convencido, al que le atraían más otros misterios que el de la religión institucionalizada.

Después, inició el recorrido que tantas veces habían hecho juntos el día del Samaín, porque su padre se negaba a “entrar en este circo que organizala Iglesiael día dos, el de los difuntos”. La tumba de las tías, (ya no sabía de quién)…, la de una amiga de su madre (a la que ni siquiera había conocido), fallecida en plena adolescencia…, la de un…

Regresó sobre sus pasos. Salió del recinto y penetró en el contiguo, el cementerio civil, donde estaban enterrados los no católicos. Se dijo con sorna que ni siquiera la muerte es capaz de igualar a los seres humanos. Y al fin llegó a aquella otra, solitaria, que tanta emoción despertaba siempre en su progenitor y en ella misma:

 “Aquí yace John Morgan, oficial de la corbeta HMS Egret. Muerto el 27 de agosto de1943 ala edad de treinta años, como consecuencia de las heridas sufridas durante el combate contra aviones alemanes”.

Depositó sobre la losa un ramito del aromático jazmín que crecía salvaje en el lado sur de la finca, tal como hacían cada año.

—Mara, tengo la sensación de que yo soy el único que se acuerda de él. El Egret cayó en el olvido porque a nadie le interesaba dar a conocer aquella terrible batalla contra los bombarderos alemanes a las puertas de Vigo. Se suponía que éramos un país neutral, ¿sabes? Está bajo el agua, a unos doscientos metros, con los ciento veintiséis hombres que no pudieron escapar y se quedaron encerrados para siempre en el pañol de Davy Jones. A 42º 10´ N y 9º 22´O. Recuerda lo que te voy a decir, Mara. Algún día, cuando ya no esté yo en este mundo, el joven John Morgan volverá para hacerte compañía. Lo sé.

Ella le oía como quien oye llover, sin hacer caso de aquellas fantasías tan propias de su padre. Para ella un muerto era un muerto, y más si llevaba casi setenta años bajo tierra. Y nada más.

Se despidió de todos los que allí quedaba. Prometió en silencio que esa noche en su casa ardería una hoguera, y les deseó un buen viaje de regreso al mundo de los vivos.

 

2

 

Mara dio una vuelta en la cama; después, otra. Estiró la pierna izquierda buscando el lienzo fresco. Sudaba. Ardía, como si estuviera consumida por la fiebre. Oía resoplar y roncar a Señor, dormido a sus pies con la tranquilidad del que tiene todo pagado, y limpia la conciencia. Ella también tenía todo pagado. Y su conciencia no estaba demasiado negra. Aun así, algo no la dejaba descansar tranquila.

Se reconvino por haber tomado el té tan tarde, a sabiendas de que le iba a quitar el sueño. E intentó apartar de su mente la imagen aparecida en el fondo de la taza tras el último sorbo, ornada por los filamentos húmedos del Lady Grey al goût russe que se había traído de un viaje a Francia. No había visto lo que creía haber visto. De eso estaba segura. Había sido un juego de su imaginación. Un producto del desierto emocional y sexual en el que transcurría su existencia, de su incapacidad por mantener una pareja a su lado, esperando siempre el gran amor de su vida. Aquel rostro masculino tan atractivo, joven y viejo a un tiempo, no existía ni en pintura.

Contempló a través de la ventana los restos de la hoguera. El humo oscuro,  denso, subía en una fina columna gris traspasando el aire frío. El reflejo rojizo aún iluminaba el entorno. Tuvo la sensación de que el rescoldo vigilaba su sueño. Cerró los ojos. Cayó en un sueño profundo.

Estaba sentada al pie del achaparrado faro, situado en el punto más alto de la isla de Medio, en Cíes. A su lado, tumbado en el suelo, Señor descansaba con un ojo abierto y otro cerrado. El azul de cian vestía mar y cielo. La calma de la naturaleza impregnaba su espíritu. De pronto, unos nubarrones densos cubrieron la atmósfera. El agua adquirió el tono plateado del mercurio; sobre ella, el viento huracanado del oeste fue tejiendo puntillas blancas. Oyó voces, llantos, gritos… Aparecieron rostros convulsos por el miedo, bocas distorsionadas, ojos vacíos, manos gesticulantes… Mujeres y hombres. Y niños. Todos fueron desfilando en una procesión que parecía no tener fin. Pasaron a su lado sin percatarse de su presencia. Señor se sentó sobre sus patas traseras y aulló y aulló hasta quedarse ronco. Ella tiró de la correa del animal, queriendo huir del horror. No pudo. Una fuerza superior la mantenía anclada. Se agazapó al amparo del murete que separaba el faro del abismo. Se hizo el silencio. Un silencio sereno. El sol brilló de nuevo. El huracán se convirtió en ligera brisa. Aun así, ella seguía temblando. Acarició al animal sin despegar la vista del océano.

A lo lejos, recortada contra la línea del horizonte, se dibujó la silueta del Egret. La corbeta vigilaba la posible salida de algún U-Boot de  la Ríade Vigo. Observó su discurrir tranquilo, el elegante cabeceo de la proa abriendo las aguas; la larga estela tras la popa. El reflejo dorado sobre el metal de los cañones, preparados para enfrentarse al enemigo. Detectó la inquietud de los hombres que en ella navegaban, vigilantes, al acecho. Siete u ocho aviones de la Lutwaffeaparecieron de improviso. Mara gritó. Nadie pareció oírla. Las primeras bombas cayeron a babor. El Egret viró. Continuó todo avante en un intento desesperado por escapar de la trampa mortal. Uno de los aviones en vuelo rasante soltó un artefacto y se alejó con una rapidez inusitada. La primera bomba teledirigida de la historia, la Henschel, acababa de impactar sobre el costado del barco, por encima de la línea de flotación. Ella, que escuchaba con nitidez las órdenes apremiantes de los oficiales, supo que se habían quedado sin opciones. El aire se saturó de un olor repugnante a cuerpos quemados, a hierros retorcidos, a aceite de máquina… las llamas adquirieron proporciones dantescaza. Rompió a llorar, desconsolada.

Desde su atalaya, vio hundirse  la corbeta poco a poco. Fue testigo de la huída de los supervivientes. El oficial Morgan, con el rostro ceniciento tiznado de sangre y grasa, permanecía tumbado en el fondo del bote. El espíritu de Mara salió a su encuentro. Se arrodilló junto a él y fue repasando su cara con las yemas de los dedos, intentando limpiar la suciedad. Un sollozo se le escapó de la garganta. El hombre abrió los ojos. Sus miradas se cruzaron. Mara leyó en ellos el sufrimiento, el miedo a la muerte, la impotencia, la rabia, y, allá en el fondo, la luz titilante de la esperanza.

Se despertó de golpe. Tenía el camisón de batista enroscado en torno a su cintura. El sudor volvía a humedecer su cuerpo. Estuvo un buen rato recostada, analizando aquellos sueños tan extraños. El rostro de Morgan, limpio y resplandeciente, tal cual lo recordaba de la taza de té, llenó sus pensamientos. Sonrió.

 

3

 

Salió al patio casi desnuda. El frescor de la mañana fue limpiando su mente de las terribles vivencias de la noche.

Mientras Señor imprimía la huella de sus patas sobre la hierba húmeda de rocío, Mara depositó los leños aún templados en un cubo de metal. Le llegó el aroma dulzón del jazmín.  Se sintió en paz consigo misma.

Era hora de regresar a casa. Calentó agua para el té. Rechazó el Lady Grey por temor a que tuviera alguna sustancia psicotrópica que fuera la causantes de sus alucinaciones nocturnas. Nada mejor que un inocuo breakfast tea y unas buenas tostadas con mantequilla. Puso un servicio en la mesa. En el último momento, sin pararse a pensar, colocó al lado otro mantel individual y otra taza.

El timbre sonó. Se puso una bata y fue anudando el cinturón al tiempo que avanzaba por el pasillo. El espejo le devolvió su imagen. Le gustó lo que vio. Una mujer morena, de grandes ojos pardos. Un poco despeinada, quizás. Abrió.

Reconoció al hombre. Una sonrisa feliz iluminó su rostro.

Se echó a un lado.

—Pasa — acompañó su palabra con un gracioso gesto de hospitalidad.

Él avanzó hacia la cocina, como si conociese de sobra el camino. Se detuvo antes de traspasar el umbral. Su cuerpo llenó el vano.

—He esperado por ti mucho tiempo.

Mara se le quedó mirando, en silencio.

—Y yo por ti. Toda una vida.

Respondió al fin.

Le tendió la mano. Él la tomó entre las suyas, fuertes, firmes. Se la llevó a sus labios y depositó un beso cargado de ternura.

Juntos penetraron en la cotidianeidad de la vida doméstica.

La luz del día iluminó el espacio.

7 Comentarios a “214- Tu rostro en una taza de té. Por Areira”

  1. Isótopo dice:

    El pseudónimo gallego me ha conducido a tu maravilloso relato. No me está acompañando la salud y no puedo leer muchos, que es lo que desearía.
    Descubro una historia deliciosa, nacida de un imaginario que me resulta muy familiar, trenzada con los mimbres de una prosa poética en su justo punto. Ternura y bellas imágenes.
    Se merece muchos más votos de los que tiene.
    Te dejo mis estrellas.
    Mucha suerte,
    Isótopo

  2. Dies Irae dice:

    Areira, un saludo para ti, tras una lectura relajada que me ha facilitado el apreciar mejor tu hermoso relato y ese embrujo del Atlántico, con sus sueños entrenublados siempre de fantasmas marineros. Una historia bella y pausada que, creo, podría dar mucho más de sí en un relato largo. Impecable escritura, sugerente y sin artificios. Enhorabuena.

  3. Hóskar-wild is back dice:

    Ya el propio título de la historia es un avance de que la misma llegará justo a donde lo desea. Al centro de donde todo nace. Al centro donde todo muere. Suerte.

  4. Lovecraft dice:

    Gracias a Areira y a su relato he aprendido dos cosas que desconocía: la tradición del Samaín y la trágica historia del HMS Egret. Esto sólo es más que suficiente para estar agradecido. Tu narración nos deja el sabor salado de las olas golpeando contra la costa de las Cíes, el dulce del encuentro de los dos amantes, el amargo de la desaparición de los seres queridos y al agrio de la guerra y todas las desgracias que ésta trae consigo. Ha sido todo un gusto disfrutarlo.

    Suerte para Mara Torres

  5. Rulfo dice:

    Un bonito sueño de amor. Y un intento de recuperar la memoria que, tantas veces, interesadamente, nos deja con el culo al aire. Tiene párrafos muy logrados que se leen con agrado y facilidad, lo cual es bueno para el lector (especialmente, a mi entender, desde el que empieza con: Estaba sentada al pie…, hasta el inicio de la tercera parte). Desconozco si el episodio es verídico, tiene pinta de que sí, aunque poco se conozca. Algo dices en el cuento: “El Egret cayó en el olvido porque a nadie le interesaba dar a conocer aquella terrible batalla contra los bombarderos alemanes a las puertas de Vigo”.
    Sinceramente, extraña que tengas solo un comentario. Creo que vale la pena leer tu relato, está muy bien escrito.
    Suerte Areira

  6. Don Juan Tenorio dice:

    Muerte, sueño, reencarnación…
    Heme aquí,pues me llamáis,¡oh,líneas por trío heridas!
    Con gozo de difuntos comencé la lectura, con interés resurrecto continué y me desperezó un final abrupto que rompió el velo de un posible encanto.
    Algo hermoso se perdió por el camino.Pero lo encontraré.

    “Que la divina clemencia
    del Señor para contigo
    no requiere más testigo
    que tu juicio y tu conciencia”

    ¡Änimo!

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