22- De vuelta a Roma. Por Ganímedes
- 29 septiembre, 2012 -
- Relatos -
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Se acercaba demasiado la fecha de inicio de mis vacaciones, quería irme de viaje al extranjero unos días, pero no terminaba por decidir el destino.
Hasta entonces, siempre había desechado de mi baraja aquellos lugares en los que ya había estado alguna vez, sin embargo, por alguna extraña razón, diez años después sentía la necesidad de volver a Roma.
Dejé de luchar conmigo misma, serían seis días en Roma. Con la idea de que fuera una experiencia distinta, decidí que ese viaje fuera con gente desconocida. Conforme se acercaba la fecha de partir me sentía más ansiosa.
Por fin llegó el señalado día, habíamos quedado todos en el aeropuerto. Nada más salir del taxi sentí cómo me envolvían los colores anaranjados del amanecer, llenándome de energía. Di rienda suelta a mi emoción que tomó forma de un suave escalofrío y una amplia sonrisa; cogí con brío mis dos maletas y me acerqué al que debía ser mi grupo de acompañantes.
Nos presentamos unos a otros, y mientras nos dirigíamos hacia la puerta de embarque de nuestro avión, observé a mis nuevos compañeros. Llevaba conmigo un buen libro de bolsillo y me apetecía mucho leer; una chica del grupo aparentaba ser reservada, fue la elegida para sentarme junto a ella durante el vuelo.
Estaba tan absorta leyendo que al oír el aviso de que en diez minutos aterrizaríamos, miré el reloj para comprobar que era posible.
Cuando llegamos al aeropuerto de Ciampino me trasladé mentalmente diez años atrás, aquel pequeño aeropuerto apenas había cambiado.
Esa misma tarde comenzábamos nuestras excursiones por Roma, dejamos nuestras maletas en el hotel, una hora de descanso y a volver a recorrer aquella hermosa ciudad, para mí la más bonita del mundo.
Como símbolo de bienvenida, nuestra primera visita guiada fue a la Plaza de España. Una vez allí, fui directa a subir las escaleras hacia la iglesia Trinità dei Monti, 135 peldaños me separaban de ella. A mitad de camino, me detuve para disfrutar del colorido de las diversas variedades florales que adornaban la gran escalinata.
Desde que aterrizamos el ambiente había sido de calma absoluta, ni una pizca de viento, pero de pronto me encontré entre dos corrientes de aire, que me obligaron a permanecer con una mano sobre mi sombrero un buen rato. Me llegaba un olor dulce, un poco enmohecido, debía venir de una de mis fuentes favoritas, la Fontana della Barcaccia, que se encontraba a los pies de la escalinata; me giré hacia ella.
Desde aquella altura, entre la multitud, distinguí a un bebé que, agarrándose a la barandilla de la fuente, estaba recorriéndola, apenas sabía caminar erguido. Miré a su alrededor, pero ninguno de los adultos que se encontraban cerca parecía estar pendiente de él. Me faltaban tres escalones por bajar cuando observé, sin pestañear, cómo el bebé pasaba su cabeza por debajo de la barandilla, directo hacia el borde de la fuente, echando sus dos manos hacia delante intentando tocar el agua. Caía de bruces al agua, conseguí cogerle de las piernas y elevarle. Mientras lo dejaba sentado en el suelo, el bebé pasó de mirarme asustado a reírse tímidamente. Se levantó y se dirigió a quien debía ser su madre, cogiéndole la mano.
La chica junto a la que estuve sentada durante el vuelo se me acercó:
— Has estado ya aquí, ¿verdad?
— ¿Tanto se me nota?
— Un poco, digámoslo así. Durante el vuelo me mantuve callada porque era evidente que querías leer. Si no recuerdo mal, te llamas Laura.
— Y tú Sandra, te llamas igual que la protagonista de mi libro.
— Mientras no me digas que es psicóloga, como yo… Tranquila, estoy de vacaciones al cien por cien.
Sandra me guiñó un ojo y con su sonrisa traviesa conquistó mi confianza; el entusiasmo que emitía en todo momento me lo contagió en mi reencuentro con cada uno de aquellos lugares.
A la mañana siguiente, apenas me había dormido profundamente cuando sonó el despertador, siempre extrañaba mi cama. La primera visita del día sería la iglesia Santa Maria in Cosmedin, para hacernos una foto metiendo la mano en la Boca de la verdad antes de que se formara una larga cola.
A pesar de nuestra previsión, cuando llegamos había una espera de más de media hora, me alegré mucho de llevar conmigo aquel libro, se me haría más ameno el plantón. Al sacar el libro del bolso se me cayó al suelo. Me agaché a recogerlo, se levantó aire y se me metió algo en los ojos; mientras me los restregaba me pareció ver cómo un niño pequeño se soltaba de la mano de una señora que se encontraba hablando por teléfono, en el borde de la acera. Fijé mi atención en él, me temía que bajara el escalón que lo separaba de la transitada carretera. Avisé a aquella mujer, me miró extrañada, parecía no entenderme. Apartando a la gente, llegué corriendo hasta el pequeño que ya tenía los dos pies en la carretera; lo volví a poner sobre la acera. Volví exhausta a mi lugar en la fila.
— Laura, ¿te encuentras bien?, estás muy pálida.
— La verdad es que no, Sandra, me estoy mareando. Creo que mejor entro y me siento un rato, a ver si se me pasa; total, ya tengo una foto aquí…
Entrando a la iglesia me recorría sudor frío por la espalda, me dejé caer en el primer banco que encontré a mi paso. Desde aquella posición observé detalles de aquella iglesia, a simple vista sencilla, que en mi anterior visita se me pasaron por alto; me relajé y empecé a sentirme bien. Me uní al grupo, acababan de entrar, me puse junto a Sandra.
Después hicimos un recorrido por los alrededores y tanto andar me abrió tal apetito, que mis ojos se iban detrás de cualquier cartel que se refiriera a algo comestible, la tentación de abandonar al grupo para devorar lo que fuera era terrible, pero aguanté la espera.
Tras una copiosa comida y un buen café fuimos a la grandiosa Fontana de Trevi, en la que hacía diez años arrojé una moneda para que me hiciera volver. Me resultó muy curioso que, a la tradicional leyenda, habían añadido que lanzando a la fuente dos monedas tendrías un nuevo romance, y que lanzando tres te asegurabas un matrimonio o un divorcio; sin dudarlo esta vez arrojé dos monedas.
Terminamos el día tomando unas copas de vino en las acogedoras terrazas de Campo de’ Fiori. No sé si el vino tuvo algo que ver, pero esa noche dormí de un tirón.
Apenas sonó el primer toque del despertador, me levanté de la cama de un respingo, recordé que teníamos previsto comenzar recorriendo el Monumento a Víctor Manuel II. La primera vez que lo visité supe que nunca me cansaría de observarlo; su reluciente color blanco dentro de aquel entorno funcionaba como un imán para mí, también para los rayos de sol que allí siempre se me mostraban alegres y juguetones.
— Sandra, ¿nos hacemos una foto junto a la llama eterna?, pero tenemos que salir las dos juntas.
— A ver, ¿a quién le digo que nos la haga? Cuando estemos al lado de ella, ¿soplamos a la vez?, pero muy fuerte, lo mismo hasta la apagamos y todo…
— Haríamos historia… Y después subimos allí, a lo más alto. ¡Vamos!
Disfruté muchísimo enseñándole a Sandra cada rincón de aquel monumento.
Por la tarde fuimos al Coliseo Romano. La hierba y el musgo que tenuemente cubrían el hipogeo aumentaban su ambiente misterioso; al observarlo intentaba descifrar cómo se habrían distribuido, de manera exacta, sus túneles y mazmorras.
— ¿Qué miras, Laura?
— ¡Hola Sandra! Perdona que no os siguiera, pero es que este preciso lugar que tenemos debajo es el que más me llama la atención. ¡Qué sensación más extraña recorre mi cuerpo en estos momentos!
— ¿Extraña?
—Cómo lo diría…, ¿tú no sientes como si estuviéramos acompañadas por más gente de la que vemos?
Sandra me miró muy seria, con el ceño fruncido, hasta que rompió a reír; me agarró un brazo, como signo de complicidad, y tiró de mí para que siguiera andando.
El sol se ponía, dejando un cielo con pinceladas difuminadas en tonos púrpura. Cada vez hacía más aire, me preocupaba porque solía venir acompañado de una jaqueca que martillaba mi mente hasta el límite para seguir cuerda; por suerte la visita llegaba a su fin, luego tiempo libre, la mayoría se marcharía de compras, yo elegí descansar en el hotel, quería estar perfecta para el siguiente día que sería intenso, iríamos a la Ciudad del Vaticano.
Amaneció lloviznando, y una pesada bruma envolvía la ciudad haciendo palpable la incómoda humedad. Me sentía atontada, hasta que, al cruzar el arco de piedra con la inscripción Mvsei Vaticani, mis sentidos se activaron con entusiasmo. Al volver a recorrer los Museos Vaticanos y encontrarme de nuevo en la Capilla Sixtina, mi percepción era como la de estar viviendo lo que un día soñé.
En cuanto dejó de llover, nos dirigimos a subir al balcón que se encontraba en lo más alto de la cúpula de la Basílica de San Pedro. En el último tramo, que en el pasado tanto me divertí, lo pasé francamente mal, por lo estrechas, curvas e inclinadas que eran las paredes que rodeaban la escalera de subida, supuse que algo de la comida no me habría sentado bien. Tuve que hacer paradas y asomarme a las ventanas que me encontraba por el camino, para respirar profundo. Sandra estuvo todo el tiempo a mi lado, insistió en renunciar a la subida, pero no quería que por mi culpa se perdiera una experiencia así.
En lo más alto de la cúpula, la espectacular vista hizo que me olvidara de mi malestar, a pesar de que allí las corrientes de aire se divertían enlazándose unas con otras.
Buscando la mejor foto, con el zoom de la cámara, apareció la imagen de un niño que se despedía de una niña, alejándose de ella y subiéndose a lo alto de la barandilla que bordeaba aquel balcón panorámico. Me temía lo peor, con lo que fui rápidamente hacia él, tenía que bajarle de allí. En cuanto me fue posible le agarré con firmeza, ya le tenía. Me miró sonriente y para mi sorpresa me mordió, primero en una mano y después en la otra, por instinto le solté. Cayó al vacío. Me desmayé.
Desperté en esta cárcel sin rejas que simula ser un acogedor lugar de descanso. Si no fuera por las visitas de Sandra, y el poderme expresar libremente en este diario, no podría soportar la falta de oxígeno que a veces consigue que me rinda y me tire en la cama días enteros, sin fuerzas.
Desde hace unas semanas digo a los médicos que aquellos niños no existieron, que fueron fruto de mi imaginación, que ahora soy consciente de que lo que le sucedió a mi bebé fue un accidente, que no lo podía haber evitado. Les oculto que han vuelto las corrientes de aire en mi habitación, y que cada vez son más fuertes, no me gustaron sus cruces de miradas la última vez que lo conté. Me han bajado la medicación; si sigo actuando igual saldré pronto de aquí.
Ahora más que nunca, mirar hacia el cielo es una magnífica terapia centradora. Casiopea y Orión, las dos constelaciones que buscan mis ojos cuando cae el sol. Te deseo muchos éxitos.
Ganímedes… ¿sabes que compartimos el gusto por mirar hacia el cielo? En algún otro foro, en alguna otra vida, fui Casiopea. Ahora mis pies se agarran a la tierra o me dejo mecer por la cuna del mar, pero mis ojos, en cuanto caen las sombras, vuelan hacia las estrellas.
Buen viaje, buenos puertos. Hasta siempre.
Te esperamos en la vieja bodega…¡Fiesta!