41- Expiación. Por Gedeón
- 6 octubre, 2012 -
- Relatos -
- Tags : 9 Certamen de Narrativa Breve 2012, expiación, relato
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Muerte por hipotermia. Así certificó el forense la defunción de un hombre joven al que encontraron, envuelto en un andrajoso abrigo y entre cartones, en el interior de un local abandonado y que lograron identificar como Xavier Vidal. Pero las causas de su defunción iban más allá de lo racional, a ningún especialista le está concedida la capacidad de descubrir la verdadera naturaleza de su muerte. Fue su falta de ganas de vivir, su necesidad de culminar un castigo auto infligido, una penitencia que se obligaba a cumplir para expiar un error cometido. Xavier estaba convencido que sólo con su muerte alcanzaría la paz.
Cuando la noticia apareció en los periódicos se supo que era hijo de una familia muy acaudalada a la que había abandonado, voluntariamente, hacía unos meses.
Hijo único, con sólo 25 años, había saboreado las mieles de una vida lujosa y displicente, disfrutado de todas las cosas que el dinero puede comprar: coches, fiestas, joyas, viajes…. Ese aciago día algo se quebró en su interior. Como las hojas caídas por la llegada del otoño, desposeídas de su lozanía y verdor, él se había despojado de todas las cosas que hasta entonces había disfrutado. Ahora, no sólo como fruto de una visión fatalista, sino como castigo auto impuesto, como forma de redención, bebía el amargor de las hieles.
Había visto, con pesar, cómo los abogados de su rico y poderoso padre presionaban a la humilde familia para que se aviniera a un acuerdo económico. Él era consciente que el mortal accidente se debió al excesivo consumo de alcohol en la fiesta que habían organizado unos amigos donde, además, tomó algo de droga. No podía ignorar su responsabilidad, algo en su interior le llamaba a recibir un castigo proporcional al daño causado, el sentimiento de culpabilidad le punzaba cual si fuera un puñal atravesándole el corazón. No podía, ni quería, seguir viviendo con la angustia que se había instalado en su mente y en su alma. Se enfrentó a su padre y le comunicó su intención de declararse culpable de homicidio imprudente y aceptar la pena que le fuera impuesta por un tribunal.
– No seas loco, Xavier, no sabes lo que dices. No se trata sólo de ti. Tu responsabilidad en estos momentos es con nuestra familia y con nadie más. Eres aún muy joven y no vas a tirar tu futuro por la borda. Te prohíbo que hagas semejante tontería. Déjalo todo en mis manos y no te preocupes por nada, nuestros abogados llegarán a un acuerdo económico con la familia del fallecido. Se trata de gente humilde y con la cantidad que les ofreceremos la mujer y los hijos vivirán cómodamente. Jamás consentiré que mi hijo acabe en la cárcel como un vulgar delincuente.
Sabía que esa indemnización no causaría quebranto alguno en la economía familiar ni afectaría a su futuro; que ayudaría a la viuda e hijos a llevar una vida más cómoda, pero nada ni nadie les devolvería el cariño del marido y padre arrebatado de sus vidas, nada podía compensar tan irreparable pérdida. En cambio, él podría seguir con su regalada vida.
Absorto, echado sobre el camastro, Xavier mira el techo de la habitación como si quisiera ver el cielo a través de él. Su vida se ha vuelto mortecina como la luz de la única bombilla que cuelga del techo de su habitación en una pensión de mala muerte, como el día que amaneció nevado y con un frío cortante. La mísera pensión es como tantas otras, con muebles viejos y desvencijados; la cama con algún muelle del colchón roto agujereando la manchada funda; paredes sucias y ventanas con raídas y húmedas cortinas……
Se levanta y se dirige al lavabo, se lava las manos y la cara, contempla detenidamente sus facciones en el deteriorado espejo y éste le devuelve una cara desconocida en la que predomina la tristeza, sus ojos hundidos e inexpresivos le confieren un halo autodestructivo. Ya no se reconoce, su juventud y fortaleza se han esfumado y la imagen que ve en el espejo corresponde más bien a un hombre de mediana edad. Suspira profundamente haciendo un esfuerzo para arrancar, sin conseguirlo, el profundo dolor que le invade. No solloza, simplemente las lágrimas fluyen de sus ojos como síntoma de rendición y se sume en el placer que ello le supone.
No le quedaba ni un solo euro en los bolsillos. Había gastado todo el dinero conseguido con la venta de los únicos efectos personales con los que había abandonado su ciudad, su casa y su familia. Sabía que esa misma mañana tenía que abandonar la pensión, el siguiente escalón de su bajada a los infiernos sería la calle donde esperaría culminar su expiación.
Cuando sale de la pensión la nieve forma en las calles un gran manto blanco que refleja la luz de las farolas que aún están encendidas. La gente camina aprisa con los cuellos de sus abrigos levantados protegiéndose hasta las orejas, encogidos los hombros bajo el gélido frío. Xavier hunde profundamente los puños en los bolsillos apretando el raído abrigo porque el frío penetra en su cuerpo y le hace rechinar los dientes. Continúa caminando con pasos uniformes a pesar que la nieve va helando sus pies filtrándose por los despegados zapatos que apenas se sostienen de una pieza pero, poco a poco, su caminar se vuelve cada vez más pesado y lento. Al volver una esquina se apoya en la pared mientras una opresión asciende en su pecho. Es una sensación dolorosa que ya le resulta familiar pero esta vez, a diferencia de las otras, la visión se le nubla y apenas distingue a las personas que pasan por su lado. Respira profunda y lentamente, aliviado al comprobar que tras varias inhalaciones, su visión se normaliza y la opresión en el pecho empieza a ceder. El dolor ha remitido, lo peor ha pasado y Xavier se endereza, vuelve a hundir sus puños en los bolsillos y sigue caminando, lenta y pesadamente, hasta llegar a la entrada de una boca de metro donde se pierde en busca del destino que él mismo se ha marcado.
La luz del amanecer no lograba imponerse a la oscuridad de un cielo oscuro, totalmente encapotado. Hacía unos minutos que había salido de su casa tras despedirse de su mujer y besar a sus hijos que aún dormían. El semáforo se encontraba cerrado a los peatones y esperó bajo la lluvia que cambiara a verde guareciéndose con el paraguas del torrente de agua que no cesaba. Al otro lado del semáforo se encontraba la entrada del metro que le llevaría hasta el centro comercial donde trabajaba como vigilante. Cuando cruzaba el paso de peatones sólo le dio tiempo a escuchar el chirriar de ruedas y sentir un fuerte golpe. Sirenas de ambulancia, pinchazos, descargas….., la oscuridad.
El fuerte chaparrón, grandes goterones que caían con rapidez, golpeaba el cristal delantero de su automóvil con el limpiaparabrisas funcionando al máximo. La cascada de agua dificultaba la visión en la avenida pero, aun así, el estado de embriaguez de Xavier le impedía ser consciente de la velocidad a la que conducía, no pudo distinguir siquiera que se acercaba peligrosamente a un paso de peatones. Sólo aminoró la velocidad y frenó cuando sintió un fuerte golpe en la parte delantera de su coche. Más tarde supo que había atropellado a un hombre causándole la muerte.
Me ha parecido tremendo el castigo, pero es que los remordimientos deben ser un castigo peor cuando se tiene un poquito de conciencia.
Suerte Gedeón
Está bien que nos guardes el accidente para el final. Así impacta más. Y voto a favor del arrepentimiento y del sentimiento de culpa. Desgraciadamente, hoy en día abunda lo contrario.
Mucha suerte.
Culpa, culpa, culpa… pero ¿Hay arrepentimiento? El arrepentimiento trae consigo la expiación, nunca el suicidio.
Al final nuestro hombre se fue de este mundo con dos asesinatos a la espalda.
Bien escrito, buena suerte.
¿El peso de la mala conciencia puede ser tan brutal como para obligar a alguien a una salida tan desmesurada? Puede, pero me temo que los remordimientos suelen pesar menos en la balanza que las propias ganas de continuar con la vida que a uno le ha tocado.
Hay una frase que no me sonó bien porque contiene una repetición demasiado obvia: «La luz del amanecer no lograba imponerse a la oscuridad de un cielo oscuro»
Onnea!!!
Pues, puestos a elegir, yo prefiero los abstemios a los que justifican sus actos por ir con una copita de más. No está mal que se suiciden estos tipos y los cínicos también. Creemos el Club del Suicidio e invitemos a todos los esquizofrénicos (no hay pocos, no) y también a los censores que abundan. Suerte.
Lo cierto es que si todos nos infligiéramos un autocastigo tan severo por los errores que cometemos, este mundillo se iba a quedar más limpio que una patena. Así no habría ni cínicos ni inmaduros, ni prepotentes ni pusilánimes. Suerte.
Una vida atormentada por el remordimiento, que soporta una responsabilidad más allá de lo que le exige la justicia del resto de humanos. Un hombre débil, que no sabe madurar y superar un error. Aunque prefiero un mundo poblado con este tipo de sujetos, que uno lleno de cínicos que olvidan demasiado fácilmente.
Buena historia y bien narrada. Suerte