Mi padre no cursó estudios, pero sí leyó lo suyo, y eso tiene sus riesgos, porque los libros, si se ingieren sin la guarnición de un buen bachillerato, pueden ser causa de líos importantes. Recuerdo unos años en que mi casa se llenó de novelas rusas y no había manera de acercarse a mi padre sin que te soltara una sentencia sobre tu vida interior: «Tú, hijo, procura que Dios no llegue a ocupar nunca el lugar de tu propia conciencia». Eso me lo decía después de leer a Turgueniev y antes de ir a misa, y yo entraba en la iglesia como si Alguien me fuese a robar la merienda. Mi madre tampoco veía saludable que su marido compartiera el retrete con Dostoievski, porque no favorecía ni el tracto intestinal ni la buena marcha del negocio familiar, que era un pequeño obrador de pastelería. «Te pasas la vida leyendo en el váter en lugar de estar en lo que es», reprochaba mi madre; mientras que mi padre se hacía el sordo, apuraba Crimen y Castigo y concluía que «los hombres que compran bocaditos de nata para llevárselos a sus madres son todos maricones», así que yo, desde entonces, ni leo a los rusos ni pruebo la nata, por si acaso.
Francisco Giménez, mi padre, en su obrador, en 1967
Todo esto ocurría en los primeros años setenta, en el barrio de Chueca, en Madrid, cuando nadie tenía tiempo ni espacio para la vida interior, por mucho que se empeñara mi padre. Mi madre, por ejemplo, se ponía la faja en la cocina, como si tal cosa, a la vista de quien fuese, y con aquella coraza y dos optalidones sujetaba su cuerpo y su alma hasta el día siguiente; mi padre, además de con la lectura, entretenía su vida en una taberna donde había mujeres «de esas que fuman» que nos achuchaban a los chiquillos entre sus brazos blancos y sus sobacos negros, porque el technicolor había llegado al cine, pero no al barrio, y Dios nos dibujaba a todos con un carboncillo que olía a repollo hervido.
Las navidades de mi infancia tampoco eran de colores y, en lugar de bolitas para el árbol, los chiquillos comprábamos unas bombas fétidas que olían bastante mejor que el repollo, pero que nos daban juego para encabronar a los serenos, que eran todos asturianos de camisa blanca y bigote negro. El único color que traían las fiestas era el dorado del guirlache y los roscones, que era la labor propia de las fiestas, aunque mi padre no dejaba de montar la nata para sus maricones del día a día, y esto lo decía tal cual, pero con cariño, porque entonces se hablaba en blanco y negro, con inocencia y sin tapujos, igual que cuando mi madre se ponía la faja, no sé si me explico.
Otro habitual del barrio era don Dámaso Alonso, Presidente de la Real Academia Española, y el cliente favorito de mi padre. Cada jueves del año, al término de la sesión en la Academia, se acercaba don Dámaso al obrador, con su traje negro y su camisa blanca, se llevaba su media docena de agujas de ternera (nada de bocaditos de nata) y se refería a las mujeres que fumaban en los bares con los brazos blancos y los sobacos negros en términos de «vestales del arroyo», expresión de acrisolado clasicismo que mi padre repetía con deleite, supongo que porque intuía que en aquel enigmático cultismo coincidían su taberna y sus lecturas.
A mí me costó años alcanzar a asomarme a lo que decían y a lo que mostraban las palabras de don Dámaso, y cuando me vine a enterar de la mitad, el barrio se me había llenado de colores y era otro y mejor, sin duda alguna. Hoy mis calles siguen igual de estrechas que siempre; pero parecen mucho más anchas a fuerza de tanta alegría y tanta libertad como las recorren. Apenas queda ninguno de los locales de entonces, ni las bombas fétidas, ni los sobacos, ni las fajas, ni los optalidones…; sólo sigue abierta la librería Pérez Galdós, en la calle Hortaleza, donde mi padre me regaló un Sinuhé el egipcio que es la mejor novela que he leído jamás. Hay otras muchas librerías nuevas en el barrio, por cierto, como si el arco iris de la nueva Chueca compartiese su alegría con los libros, ahora que no está allí mi padre para servirles sus bocaditos de nata.
Francisco Giménez Gracia
Artículo publicado en el diario La Opinión de Murcia, el día 19 de diciembre de 2015
Cuantos recuerdos he revivido con esta entrada, el olor a repollo, las bolas de navidad artesanales que se hacian a mano,y pocos bocaditos de nata, la verdad. Pero si me ha encantado esta frase «porque entonces se hablaba en blanco y negro, con inocencia y sin tapujos», y añado que con buen humor, porque de lo poco que teniamos , disfrutabamos.
Los rusos ahora están de moda, así que tu padre disfrutaría mucho más de sus lecturas y de los bocaditos.
Un abrazo y Feliz Navidad. 🙂
Siempre me han parecido los retratos en blanco y negro, a pesar de la ausencia de colores, más auténticos y naturales . Además la carga emocional que transmiten es mucho más intensa.
Con la misma intensidad nos ha regalado un texto que nos deja sumidos en la añoranza de muchas cosas.
La calidad de este trabajo merece un aplauso enorme. Un bonito regalo de Navidad que yo le agradezco personalmente con un abrazo y mis mejores deseos para usted.
¡Feliz Navidad!
Creo que, a nuestra edad, las luces y las bolas de colores no nos engañan y añoramos nuestra hermosa Navidad en blanco y negro, con abuelos y primos, panderetas y misas del gallo sin Dostoievski ni Turgueniev de por medio.
P.D. Qué hubiera dado yo por venderle un pastelito de nata a don Dámaso.
A todo esto, felices fiestas.
Gracias, amigas. Sois muy generosas. Feliz Navidad y besos de colores (éstos sí) para vosotras