Cold War de Pawel Pawlikowsky
Hay una intrínseca necesidad en el amor de poseerlo todo. El tiempo y el espacio. Los temores y la pasión. La incertidumbre y el sosiego. Esa necesidad es tan agobiante que lo anula todo. Anula hasta ese resto formado por el mundo y sus alrededores. De ahí que la distancia, en el amor, sea un territorio brusco e inexpugnable, en el que los errores son olvidados y en el que el universo de las emociones toma verdadera forma y fuerza. El amor no entiende ni de barreras ni de fronteras, porque vive de ese imposible que es la sinrazón. Porque sinrazón es amar a aquel que no nos corresponde. O amar a aquel que se encuentra prisionero bajo la rigidez de un Estado totalitario. La Europa divida en dos grandes bloques que representaron el Este y el Oeste es la otra sinrazón a la que se enfrentan los protagonista de Cold War; una historia donde no hay espacio para lo superfluo, pues todo surge como si estuviésemos presenciando un milagro. La imposibilidad del amor y sus consecuencias, en Cold War, se convierte en la posibilidad de convivir con el fracaso rodeado de unas imágenes plenamente bellas y únicas como pocas veces es posible ver en el cine actual. La cámara de Pawlikowsky se deja llevar y se enfrenta a ese juego de brumas, de blancos y negros, y de fundidos que nos acercan como pocas veces lo han hecho al amor y sus zonas de sombra. Los soldados, las fronteras, ese cigarrillo mil veces encendido y el abandono durante una interminable espera, se convierten en los mejores espías de unos sentimientos que creíamos tener olvidados, por lo auténticos y honrados que nos parecen. La desnudez del amor y sus trágicas consecuencias no nos dejan margen a la duda: Cold War es una película bella en sí misma.
Sin embargo, Cold War también se convierte en un sinsentido que lucha contra la historia de la época en la que se desarrolla. Historia política. Historia de revanchas y traiciones. En este territorio de minas incontroladas no poder ver a la persona que amas cuando tú más lo necesitas, convierte al amor en la mayor de las fuerzas capaces de luchar contra ese imposible. Pawlikowsky se sirve de ese decorado de la primera época de la guerra fría, y de la opacidad del estalinismo, para mostrarnos la imposibilidad del amor que no sólo lucha contra los sentimientos, sino que también lo hace contra las ideologías políticas y sus muros. Muros infranqueables para cualquiera menos para unos amantes que van y vienen con la intensidad del movimiento de un péndulo que gana fuerza y tragedia con cada vaivén. Esta sincronía entre arriba y abajo tiene la peculiaridad de que nos va dejando el rastro único y genuino de las grandes obras. A cada fundido en negro Cold War nos va arrebatando con esa sensación de dolor y belleza que nos perturba sin quererlo, porque la potencia visual de muchas de las escenas, encuadres e imágenes que Pawlikowsky ha filmado, son la mejor expresión de ese grito de pasión desmesurado que se apodera de cada uno de nosotros ante lo auténtico y lo verdadero. Las imágenes en blanco y negro y su formato en forma de cuadrado, los arrebatos expresivos de una hipnótica Joanna Kulig en el papel de Zula y el hieratismo de Joanna Kulig no dejan lugar a la duda: Cold War es la máxima expresión del amor y de sus zonas de sombra. Sombras que persisten en la distancia y en el tiempo. Sombras que se apoderan del universo de unos amantes incapaces de renunciar el uno al otro por mucho que les cueste estar juntos. La melancolía que se apodera de Zula cuando está lejos de Polonia, en ese París del jazz y los clubes nocturnos sólo es comparable a la magia de Myriam Mezières en Una llama en mi corazón de Alain Tanner. La pasión, en ocasiones, nos proporciona el valor suficiente para dejarnos caer pegados por la pared de un precipicio que sólo dentro de nosotros tiene sentido.
Cold War seduce por su planteamiento, por sus imágenes y por el tratamiento pulcro y limpio con el que Pawlikowsky entiende el cine de autor a secas; un cine que rebosa la belleza de todo aquello que en principio nos parece imposible de llegar a conseguir y que, sin embargo, está al alcance de nuestra mano a poco que cambiemos nuestro punto de mira. La realidad de esta película es árida por el tiempo y la forma en la que transcurre, pero también es robusta y tenaz en su necesidad de salir una y otra vez de los socavones a los que se precipita sin más argumento que el que viene intrínseco en la pasión con la que cada uno de nosotros vive su particular historia de amor. Sus aristas, sus dobleces y sus zonas de sombra son una magnífica huida de lo cotidiano; esa red que nos atrapa y no nos deja ser libres. No deberíamos olvidar que no hay mayor libertad que aquella que posee nuestro corazón, porque en ella sólo se encuentra radicada la verdad más pura, por inexplicable, por insólita, por auténtica. Esa verdad que no requiere de más matices que el amor verdadero. Ese con el que somos capaces de fundir nuestros cuerpos y nuestros sentidos en otra vida.
Ángel Silvelo Gabriel.