Entre mi YO y mi EGO
Hace tiempo me inventé una máxima que necesito recordarme cada poco: «Confía más en ti mismo y menos en tu ego». Los filósofos, psicólogos y (sobre todo) psicoanalistas, se han hecho mucho lío con esto del sujeto, el yo, el ego y el sí mismo. Han escrito cosas muy serias y sesudas, pero también muchas chorradas, desde Kant a Lacan (perdón por la aliteración). Yo simplifico, que el arte de pensar consiste muchas veces en hacer simple lo complejo y enigmático lo simple.
Empecemos distinguiendo el «yo» del «ego». Digamos que el yo es la conciencia que tengo de mi mismo como un ser individual, distinto y separado del mundo. El yo es la percepción de mí mismo: mi realidad corporal, emocional, existencial, física y vital. El yo es la conciencia de lo que soy. Uso el verbo ser para expresar el hecho de mi continuidad, de mi existencia como algo permanente, con independencia de la lenta transformación que mi cuerpo va experimentando. Como Yahvé, «yo soy el que soy».
El ego es algo distinto. El ego es una construcción imaginaria, la imagen idealizada de mi mismo. Una imagen interiorizada y con la que me identifico, dotada de rasgos únicos y excepcionales (superdotada, diríamos), lo que permite al sujeto sentirse siempre importante y superior a los demás (al menos en algo). El ego es, por su propia naturaleza, supremacista.
Y narcisista. Se construye muy tempranamente, antes que el lenguaje, en la fase del espejo (Freud) y se sostiene a través de la mirada del otro (la madre). Dada su naturaleza especular e imaginaria, frágil e inconsistente, necesita constantemente la reafirmación del otro, la aprobación del otro, para sostenerse. El ego es el yo imaginario, no el yo real. El yo real acepta lo que es, no se deja engañar por lo que imagina ser. Es muy distinto identificarse con el yo real que con un yo imaginario.
El yo y el ego se mezclan y confunden, pero es muy sano diferenciarlos.Porque yo no soy mi ego. Mi ego forma parte de mí, pero no es más que un sucedáneo de mí mismo. Yo soy mucho más que mi ego. Lo necesito, pero como sirviente, no como amo. Yo no estoy al servicio de mi ego, sino que mi ego ha de estar al servicio de mí. Somos seres escindidos. Peleamos contra nosotros mismos: el ser que somos (mortal, insignificante) contra el ser que imaginamos ser (inmortal, importante).
Estamos siempre pendientes de adular al ego, de no ofenderle, de darle coba. Al nuestro y al de los otros. Y esto es agotador. Y tóxico, y enfermizo. Valórame por lo que soy (lo que hago, lo que digo, lo que pienso, lo que siento), no por lo que imagino ser. El primero que necesita liberarse de la tiranía de su ego soy yo. Por eso agradezco a quienes me ayudan a bajarle los humos a mi ego. Porque el verdadero aprecio, afecto, amor, nace de reconocer el yo del otro, no de alimentar su ego. Ayudar a que confíe en su yo, en su ser, no en su fantasía de ser. Yo no rindo pleitesía a un fantasma, no adoro a un fantasma que se cree Dios.
El ego es muy frágil, se encoje y asusta por nada. Está siempre en estado de alerta, no tolera el más mínimo fracaso. Cualquier cosa le ofende porque es débil. Y si llega a hacerse fuerte ante los demás, entonces se convierte en tirano: utiliza a los demás para imponer su ley. Por eso la relación con los otros es siempre conflictiva, porque el que toma las riendas, la iniciativa, suele ser el ego.
Egos contra egos: todos ponen por delante a su ego, la imagen de sí mismos, su importancia personal. El ego vive de sentirse importante. Visto desde fuera, todo esto es disparate, desatino. Un espectáculo cómico. Sus consecuencias, en cambio, son dramáticas. En todos los ámbitos, personales, profesionales y también políticos. La política exacerba los egos, vive de alimentar los delirios del ego. Imposible luchar contra eso. Contra los egos chocan los proyectos más nobles, los más lúcidos, los más racionales y necesarios. Por eso toda política está condenada al fracaso.
La vida, en cambio, es el reino del ser. Sólo existimos y avanzamos porque, pese a todos los delirios del ego, nuestro yo, nuestro ser real, mortal y limitado, acepta su condición, confía en su poder y actúa, y al actuar, transforma el mundo, empezando por sí mismo.
Santiago Trancón