Exposición de Tamara de Lempicka en el Palacio de Gaviria de Madrid
El período de entreguerras se distingue por la luminosidad en la que desembocó tras la Primera Gran Guerra. Los locos años veinte trajeron consigo una frenética actividad que, en el mundo del arte, desembocó en el denominado como art déco, caracterizado por sus figuras voluminosas y sus colores llamativos. En el ámbito social, habría que resaltar el protagonismo que la mujer alcanza durante estos años. Una expresión que, si bien, en muchas ocasiones se limita a imitar el comportamiento de los hombres —véase: fumar en público o aprender a conducir—, en otras, se transforma en la expresión de una femineidad exenta de miedos. Una definición que bien podría servir para enmarcar el universo artístico y personal de una artista como Tamara de Lempicka. Una artista y una mujer excesiva, tanto en su condición de pintora como en su faceta personal. Un exceso con el que persigue cambiar todo lo viejo por una nueva definición del mundo y de la vida. Una vida en la que intenta imitar a las grandes estrellas del cine de la época. Lempicka no parará hasta conseguir el status social y artístico que la llevará a codearse con lo más selecto de la sociedad de su tiempo. Respecto a su faceta como pintora, el Palacio de Gaviria de Madrid nos ofrece una amplia retrospectiva de su dilatada carrera y de su vida. Una exposición que no escatima medios a la hora de introducirnos en el universo Lempicka. Un universo en el que también tiene cabida la moda, a través de vestidos de la época y los zapatos de Salvatore Ferragano, por ejemplo. A los que habría que unir el buen número de objetos decorativos y de mobiliario que acompañan o anteceden a las distintas estancias de la exposición, y que sirven de división de las diferentes etapas artísticas en las que está compartimentada la retrospectiva. Todos ellos, con un marcado estilo art déco u oriental.
La estructura pictórica de Lempicka va avanzando conforme lo hace el desarrollo de los tiempos que le tocaron vivir. Y, así, en el inicio de su carrera, sus composiciones se nos aparecen con un marcado sentido mecanicista de la pintura, con pronunciadas formas cilíndricas que ensamblan el cuerpo con la cabeza y los brazos de una forma ruda y sin apenas transición. Composiciones que tienen un marcado sentido geométrico acentuado con vivos colores con los que intenta resaltar del cuerpo de la mujer y su nuevo papel dentro de la sociedad. Con el transcurso del tiempo, esos pronunciados encuentros se difuminan hasta llegar a ser estilizados de una forma natural, consiguiendo sus mejores creaciones cuando nos plantea los cuerpos desnudos de mujer iluminados con focos que parece que se vierten sobre las formas femeninas como telones de diferentes capas que cayeran sobre un escenario, creando con ello una amplitud de espacios, formas y, sobre todo, sensaciones, que nos llevan casi sin querer hasta esos grandes cuerpos femeninos de Las tres Gracias de Rubens. Una expresividad que alcanza sus mayores cotas de sensualidad en cuadros como el de Santa Teresa de Jesús, o el denominado Los refugiados. En los que consigue aumentar la sensación de pérdida de la consciencia o la acentuación de la rotundidad del dolor con ese manejo tan típico de su pintura como es la de la mirada perdida de sus retratos, ya estén éstos de frente —casi ninguno—, o de perfil o con la cabeza girada —casi todos—. Una mirada que se asemeja mucho a la que la propia artista expresa en sus poses a la hora de ser fotografiada, y que podemos ver en bastantes fotografías a lo largo de la muestra. Una muestra que acentúa su expresividad gracias al entorno decadente y de otro tiempo del Palacio de Gaviria que, como un mudo espectador del tiempo, nos predispone al acercamiento a unas obras que, con el tiempo, se van desarrollando hacia un estilo más pulcro y si se quiere minimalista, como el inacabado retrato del rey Alfonso XIII, al que conoció en su exilio en la ciudad de Roma.
La exposición de Tamara de Lempicka en el Palacio de Gaviria también nos muestra un documental y varios vídeos de la época en los que sale la artista, como contrapunto y profundidad al resto de la retrospectiva: ambiciosa en el planteamiento y quizá, un poco pobre en los cuadros que exhibe, a pesar de contar con alguno de los más importantes de la artista. No obstante, la muestra es una magnífica oportunidad de conocer a la pintora polaca que, junto a otros, como el escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald, representan esos alocados años veinte en los que la mujer y su cuerpo fueron definidos y pintados por ellas mismas, en una expresión de femineidad exenta de miedos.
Ángel Silvelo Gabriel.