Historia y memoria
La Ley de Memoria Histórica de Zapatero, y la revanchista ampliación llevada a cabo por Sánchez, se estudiarán como ejemplo de aquello que un Estado democrático jamás debe hacer: legislar sobre la conciencia, el pensamiento y los sentimientos. Porque ésta es la pretensión última de esta ley aberrante: imponer, no sólo una visión o un relato, sino un juicio, unos sentimientos, una interpretación y calificación moral de los hechos del pasado. Esta absurda imposición, de naturaleza totalitaria, prostituye tanto el concepto de historia como el de verdad, y hasta el mismo sentido de la democracia.
Partamos de una primera verdad, incontrovertible: el pasado sólo existe en nuestra mente, la realidad es irreversible, no hay modo alguno de resucitar el pasado, y menos a un cuerpo o a una momia. La muerte es un hecho último, y todo muere a cada instante, por más que nos empeñemos en conservarlo, recuperarlo o revivirlo. Cualquier conversión del pasado en presente no deja de ser una invención, un intento de construir una realidad imaginaria en sustitución de la realidad del presente.
Una segunda verdad es que el presente es tan complejo, contradictorio e imprevisible, que necesitamos dotarlo de cierto orden para darle sentido, y por eso no podemos evitar interpretarlo en función del pasado y como anticipación del futuro. Es aquí donde interviene la historia y la memoria, tanto personal como colectivamente. Así que podemos decir que sí, el pasado está aquí, pero sólo como interpretación, elaboración y reconstrucción imaginaria de unos hechos irremediablemente desaparecidos.
Dejemos la memoria personal que, como bien sabemos, está permanentemente reelaborando los recuerdos para acomodarlos a las necesidades subjetivas y emocionales del presente. Es el yo, la imagen personal y el concepto de sí mismo lo que está en juego en esa constante reconstrucción de la historia personal. La memoria colectiva sufre las mismas distorsiones y acomodaciones en función de las tensiones y necesidades del presente. Precisamente porque esto sucede así, es por lo que ha surgido una ciencia, la historia, como un intento de descripción e interpretación del pasado que respete la realidad de los hechos del modo más objetivo posible, y de acuerdo con los registros que de esos hechos se conserven.
La historia, por tanto, nada tiene que ver con la memoria ni los recuerdos; se construye, precisamente, porque ni la memoria colectiva ni los recuerdos personales son de fiar. Exige un esfuerzo de objetividad, un propósito de constatación y respeto a los hechos que contrarreste cualquier tentación de tergiversación y utilización interesada del relato de lo sucedido. La historia está, por lo mismo, en las antípodas de la cualquier manipulación partidista e ideológica del pasado. Por eso he dicho que el Estado comete un abuso intolerable cuando trata de legislar sobre la historia con la pretensión de imponer una interpretación subjetiva y partidista de los hechos del pasado que llega, incluso, a tener consecuencias penales.
El Estado, sin embargo, tiene la obligación de proporcionar a todos los ciudadanos por igual, una educación y una formación que les permita el mayor grado de autonomía y realización de sus capacidades y talentos personales. Esto implica que les proporcione un conocimiento de los hechos más relevantes del pasado de acuerdo con los estudios más reconocidos que la historia nos proporciona.
Lo que no puede consentir un Estado democrático es que la historia se sustituya por un amasijo de interpretaciones, versiones, invenciones y fantasías, cuyo único fin sea controlar la conciencia y los sentimientos más elementales de los ciudadanos, creando identidades étnico-culturales que buscan legitimarse con la más burda interpretación de los hechos del pasado, como ocurre hoy en Cataluña y en casi todas las autonomías. Que la educación se haya puesto al servicio de mezquinos intereses partidistas y de las oligarquías territoriales es un pavoroso ejemplo de dejación y degradación democrática. Que coincida en esto una izquierda cada día más reaccionaria y obtusa, con los intereses de las burguesías caciquiles y territoriales, es algo que no resiste el más mínimo análisis y coherencia moral y política.
Esta izquierda mentalmente indigente y emocionalmente enferma, está logrando, contra todo pronóstico, y en contra de la evolución biológica y natural de los hechos, no sólo resucitar a Franco y reactivar automatismos que van del carlismo al falangismo, sino abonar el terreno para el resurgir de una ultraderecha renovada, tal y como está sucediendo en toda Europa. Y esto sí que es entregarnos al pasado, insuflarle vida a los monstruos y fantasmas de pasado.
Santiago Trancón