El dolor, el amor o el desgarro del rostro de Naomi Watts, son el gran teatro de las sensaciones sobre el que sustenta este relato de angustia y esperanza. No cabe mayor profundidad y fuerza en la mirada, que en los abusivos y certeros primeros planos que Juan Antonio Bayona nos regala y le roba a una actriz que parece estar tocada por la varita mágica de la genialidad. Dulce y contenida en la alegría y el amor inicial, no deja paso a la desesperación cuando se queda a solas y todo parece que está perdido. Hasta cuando lo imposible se convierte en posible, su mirada es lo suficientemente serena como para transmitir todo un sinfín de sentimientos que convierten a esta historia de devastación en un milagro con un final lleno de esperanza. No se nos ocurre mejor chute de adrenalina positiva que visionar los ciento siete minutos que dura Lo imposible, para darnos cuenta de lo lejos que estamos de la verdadera y auténtica felicidad y lo cerca que la tenemos; quizá con tan sólo girar la cabeza y mirar a los ojos a la persona que se encuentra a nuestro lado.
Este tsunami de sentimientos y emociones, que como un látigo nos azota donde realmente más nos duele, nos transporta por la ruta del desgarro más impune sin tener que preguntarnos un por qué, sino que como una auténtica odisea del siglo veintiuno plagada de adelantos tecnológicos, nos desnuda de todos los complementos electrónicos que nos acompañan en el día a día para dejarnos a solas con lo más esencial: la lucha por la vida. Una lucha que se inicia con un gran fundido en negro al que sigue un ensordecedor ruido que parece llevarnos al más oscuro de los avernos, pero que en vez de hundirnos definitivamente, nos eleva a lo más profundo de los cielos. Cielo y tierra unidos por un aciago destino y una fuerza devastadora que Bayona retrata a la perfección con unos efectos especiales magistrales que nos dan cuenta de la fuerza descomunal que posee en sí misma la naturaleza. Unos efectos especiales que tienen su punto álgido en ese tanque acuático de grandes dimensiones sobre el que se arrastran los últimos vestigios de una civilización que se muestra débil e indefensa ante la fuerza descomunal de una Tierra enfurecida.
Sin embargo, por mucho que queramos hablar de la película, acabaremos la mayoría de las veces en un mismo punto final que nos lleva a preguntarnos a qué se debe el éxito arrollador de Lo imposible si se trata de una historia de la que ya conocemos el final. Quizá el secreto confesable del film está en que nos encontramos ante un viaje sensorial y emocional como la describe su director, que sin duda es el telón de fondo del gran teatro de las sensaciones más nítidamente humanas. Es posible que cada vez estemos menos acostumbrados a transmitir las sensaciones más primarias de las que se compone el ser humano, y quizá por eso en Lo imposible todos los efectos especiales finalmente sucumben al amor, la angustia o la esperanza de volver a encontrar a nuestros seres queridos, ya que en esta ocasión, no nos hace falta ninguna brújula para dirigirnos hacia donde queremos ir, porque hay algo dentro de nosotros mismos que nos lleva hasta ese último lugar. Por tanto, no nos debe resultar extraño que a la salida de la oscuridad de la sala de cine, nuestra cabeza intente reubicarse de nuevo para intentar salir del tsunami emocional que Juan Antonio Bayona ha creado, porque como muy bien dice su guionista, Sergio G. Sánchez ”cuando termina la película es cuando empieza lo imposible”. Sin duda, ese punto inicial precisa de un resultado positivo que vea recompensado a nuestro esfuerzo con el éxito, de ahí, que no sea de extrañar que el the end tipo Hollywood de Lo imposible, sea el perfecto lazo de unión a tanta desventura (dentro y fuera de la sala de cine), y más en los tiempos de desesperanza en los que vivimos.
Artículo de Ángel Silvelo Gabriel.