Saldo deudor
Fue uno de esos paseos tontos en donde los pies inician una dirección diferente a la que tu cabeza había programado cuando saliste a andar. Te enfundas en una cazadora especialmente abriga, te colocas las zapatillas de quemar calorías y agarras con igual disposición los guantes y una botella de agua. Se supone que vas camino de esa avenida cuyo nombre no importa porque siempre es nombrada como la “Ruta del colesterol”. Pero de pronto tus pies hacen un quiebro y en lugar de caminar en una dirección comienzas a hacerlo hacia la parte vieja de tu ciudad, aquella que guarda, como un tesoro, tu infancia. Y los ojos comienzan a focalizarse en cosas diferentes, ya no miras semáforos, entre otras cosas porque no los hay, sino gatos callejeros, tumbados al sol o a la caza de moscas importunas que son impasibles a los latigazos de su cola, y las casas pasan de ser anodinas a tener un nombre: el estanco de Rita, la tienda de ultramarinos de Fermín; la casa de Paco “el reguiñao” -por un tic nervioso que tenía el pobre hombre en ambos ojos-; la carnicería de Benito, pobrecillo, muerto tan joven junto a su hija en accidente con el “dos caballos” de segunda mano que conducía; la casa de Luisa; la de María y la tuya.
Y ahí los pies se detienen, como cada vez que pasas por esa fachada convertida en joyero de recuerdos desde hace tantos años. Sabes que dejó de ser tuya, elucubras mirando sus ventanas si por dentro todo estará igual que lo dejaste al marchar. Al menos la fachada sí lo está, las mismas débiles rejas, las mismas persianas, eso sí, con una mano de pintura cuarteada por los años y el frío, pero las mismas. Las mismas puertas y ventanas… Y, como siempre, una vez más sintiéndote a salvo en el escaso espacio entre la puerta y persiana, comienzas a acariciar la madera de esa jamba que era la entrada al paraíso. Y tus manos recuerdan cómo abrían esas puertas cuando, tras los cristales enrejados y esmerilados de su parte superior, intuías la figura de tu madre o cuando tu oído reconocía, entre todos los motores del mundo, el de la guzzi de tu padre con un haz de sabina y de romero para el belén. Y junto al olor de la olla de Navidad y el de las “frioleras” o dulces de Pascua se imponía el de monte, desparramado en la parte izquierda de la pequeña sala junto al Nacimiento, el castillo de Herodes, la anunciación a los pastores y muchos borreguicos dispersados para que pareciera más grande el belén.
Pero esta vez tu intuición te engaña -o tú pretendes engañarla a ella- y la puerta se abre de golpe y muestra un rostro de pocos amigos molesto por la advertida invasión de un extraño en un espacio propio. Tú sonríes, saludas, mientras de tus ojos salen traicioneras unas lágrimas que aun desconciertan más a la persona que está a punto de decirte que no quiere nada y que no le interesa lo que hipotéticamente vayas a venderle. Pero esa parte que, desde el principio, guió tus pasos toma el control y tú comienzas a explicarle, con la mejor de tus sonrisas, que ahí viviste algunos de los mejores años de tu infancia, que esa casa la construyó tu padre con sus propias manos, y que sí… que cada vez que pasas por ahí sientes la necesidad de tocar sus muros, sus ventanas, sus puertas… pero que no eres una loca y que lo último que quieres es molestar, que pides disculpas y que te vas ya.
Pero algunas veces, como dice Sabina, va el diablo y se pone de tu parte, en este caso el ángel. Y como música celestial escuchas: “¿Quieres pasar?” ¡Dios mío! ¿Cómo no vas a querer pasar si llevas deseando eso cuarenta años que hace que la dejaste. Pero dices que no, que no quieres molestar más de la cuenta, que… en todo caso, sí te gustaría asomarte a la salita y a la cocina.
Y la ropa comienza a agrandarse porque debajo de ella comienza a desaparecer la mujer que eres para emerger la niña que fuiste, al tiempo que, inversamente proporcional, todo comienza a achicarse. Todo estaba igual. Igual. Pero la cocina era entonces tan grande… y la sala ¿cómo se podía hacer un belén tan grandioso en un espacio tan pequeño?… Y entonces sí, entonces ya eres consciente de que vas a llorar porque ante tus ojos de niña comienzan a desfilar los espíritus de tantas navidades felices al abrigo de aquellas humildes paredes que guardan tanto saldo deudor en el alma. Tanto… que jamás podríamos saldarlo. Ni creo que nadie quisiera hacerlo.
Ana Mª Tomás
Me ha encantado este recorrido Ana, a estas alturas de mi vida, recorrer los paisajes de mi infancia, allí donde viví y compartí tantas cosas, es una afición que se agranda cada año. Más diría yo, una necesidad.
Parece que precisamos ese reencuentro con nuestra niña cada vez más intensamente.
Un abrazo querida amiga,
Luisa