Sanamente chovinistas
Este año, cinco excepcionales enclaves españoles celebran su trigésimo quinto aniversario. Se trata de la Alhambra de Granada; el centro histórico de Córdoba; la Catedral de Burgos; el monasterio de El Escorial y un conjunto de obras de Gaudí: el palacio Güell, el parque Güell y Casa Milà. Obviamente todos tienen más de treinta y cinco años, pero la efeméride que ahora se festeja no carece de relevancia, porque se trata de la fecha de su proclamación como bienes Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Existen en el mundo 1092 sitios que han merecido tal distinción, de los cuales 845 son bienes culturales, es decir obra de la mano del hombre; 209 son enclaves naturales, y 32, mixtos. En los años noventa, la Unesco creó una nueva categoría para proteger a otro tipo de bienes a la que llamó Patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. En ella se incluyen intangibles que van desde el tango rioplatense a las tradiciones rituales en los bosques de Kenia pasando por la tapicería de Aubusson, Francia, o las tan españolas tapas. En la actualidad España es el tercer país, después de China e Italia, con mayor número de reconocimientos: 47 declaraciones de patrimonio cultural y natural y 18 de patrimonio inmaterial, siendo Castilla y León la región del mundo con más sitios elegidos, 8 en total. La lista continúa creciendo año a año. En el 2018 se sumó la ciudad califal de Medina Azahara y se espera, en breve, la declaración de otros 2 enclaves igualmente emblemáticos. Si recurro a tantas cifras para resaltar estos hechos es porque a veces los números son más expresivos que las palabras. Sobre todo cuando se trata de resaltar verdades positivas que pasan inadvertidas, ahogadas por la tan trepidante como deprimente actualidad que nos arrolla. Ocurre también que la capacidad de asombro ante lo bello se pierde en esta vida apresurada que todos llevamos y, si a eso unimos la manía actual de ver la vida sólo a través de la cámara del móvil, resulta que nadie repara en lo que tiene delante. Puede uno estar ante la octava maravilla del mundo o el paisaje más sobrecogedor que no importa, porque la vida ya no se vive, solo se fotografía. Nadie ve, siente o paladea nada, demasiado ocupado está en calcular cuántos likes cosechará en Instagram. ¿Será por eso que, según las estadísticas, España es el país que menos valora su patrimonio cultural? La costumbre de fotografiarlo todo, hasta lo más irrelevante, es universal, pero el sentirse poco orgulloso de las maravillas que nos son propias es un defecto solo español. Siempre me he preguntado de dónde puede venir esa falta de sano orgullo por lo mucho y bueno que nos define como pueblo, un desapego que corre parejo con una también notable falta de autoestima y un pesimismo crónico con respecto a lo que es España. Hay quien dice que esta actitud general comenzó con la pérdida de las últimas colonias en 1898. Otros remontan su origen a casi un siglo antes, al comienzo del fin del imperio, a Carlos IV y a su nefasto hijo Fernando VII. Hay quien piensa que debe buscarse aún más atrás en el tiempo, en el siglo de oro cuando Quevedo escribió las siguientes palabras, impensables en Inglaterra, Francia, o en cualquier otro país del mundo amante de lo suyo: “El amor a la patria –llegó a decir Quevedo–, siempre daña a la persona”. Otra particularidad eminentemente española y bastante más cercana en el tiempo, es creer que ser patriota es tanto como ser franquista o facha, dos epítetos que nadie (con permiso de Vox) quiere ver asociados a su persona. El año que viene se cumplirán nada menos que cuarenta y cinco años, casi medio siglo, de la muerte de Franco. ¿No va siendo hora ya de liberarse de tan larga sombra y mirar la realidad con otros ojos? Y pienso que tal vez una buena forma de hacerlo sea, precisamente, mirar en derredor, ver las maravillas que este país ha creado y por fin valorarlas. Cualquier otro pueblo estaría orgullosísimo de nuestro patrimonio cultural, natural e inmaterial. Seamos por una vez, por favor, un poco chovinistas. Nada más bárbaro también.
Carmen Posadas