Un tiempo para construir, un tiempo para destruir
Imagínense por un momento que nos encontramos en los años noventa del siglo pasado. Imagínense ahora que le pedimos a un espiritista que nos cuente cómo va ser el siglo xxi y nos responde que en la primera veintena del siglo volveríamos a las guerras de religión, moros contra cristianos; que paralelamente se produciría, sobre todo en el primer mundo, un regreso a la tribu (léase los nacionalismos) mientras que, en dos de los países más relevantes del planeta, Rusia y Estados unidos, aposentarían sus reales dos machos alfa, dos partidarios del caudillaje. ¿Qué hubieran pensado ustedes? Posiblemente que el pitoniso se había fumando una muy mala hierba esa mañana. Y, sin embargo, contra todo pronóstico, contra toda razón y toda lógica eso es exactamente lo que ha pasado. No, hagamos el recuento completo, han pasado cosas aún más inverosímiles. China se ha convertido en adalid del capitalismo salvaje; en Francia la clase obrera vota masivamente a la extrema derecha; Gran Bretaña, posiblemente el país más pragmático de la Tierra, se ha puesto la soga al cuello con el Brexit; mientras que en Italia comparten el poder los seguidores de un bufón antisistema y los ultraderechistas xenófobos de la Liga Norte . En cuanto a que en España… De España no me atrevo a escribir nada, porque los dislates se suceden tan vertiginosamente que a saber en qué estaremos cuando lean ustedes estas líneas. ¿Qué fue, cabe preguntarse de la sensatez y de la cordura que, tras el gran trauma que supuso la Segunda Guerra Mundial, propició la Declaración de Derechos Humanos de Naciones Unidas, la fundación o potenciación de diversos organismos internacionales que faciliten la colaboración y el desarrollo y del espíritu de concordia que inspiró la creación de una Europa unida con un mercado y una moneda común? ¿Qué es, por tanto, lo que hace que en el mundo existan movimientos que podríamos llamar centrípetos en los que todos se ponen de acuerdo para unir, cohesionarse, remar en la misma dirección y cooperar? ¿Y qué es lo que hace, en cambio, que cuando se han creado bases sólidas para una mejor convivencia, cuando el mundo, a grandes rasgos, es bastante más próspero se produzca un fenómeno de signo contrario? Un movimiento centrífugo en el que lo que se busca es dispersar, desunir, dilapidar, destruir todo lo alcanzado con tanto esfuerzo, anteponiendo el individualismo a la colaboración, el yoísmo a la unión hace la fuerza. Según Piketty, autor del célebre El capital del siglo xxi, son precisamente estos primeros círculos virtuosos los que acaban generando los viciosos y viceversa. El desarrollo del Estado del bienestar, por ejemplo, se debió “a circunstancias históricas muy extremas, a la carnicería de la Primera Guerra Mundial, al auge del comunismo y a la gran depresión, un logro que, inevitablemente se debilitó tras el fracaso del comunismo y la llegada de la globalización”. ¿Pero cómo se explica el auge de los nacionalismos, por ejemplo, o la decadencia de los partidos tradicionales frente al éxito creciente de opciones políticas extravagantes? Piketty apunta que el perfil de los votantes de izquierdas ha cambiado en los países avanzados. Quienes eligen ahora esta opción son personas urbanas, jóvenes con estudios, profesionales, intelectuales mientras que los votantes tradicionales de la izquierda, la clase trabajadora, ven sus intereses y temores (miedo a la deslocalización, inmigración incontrolada etcétera) más protegidos por opciones populistas como Trump o Le Pen. En realidad nada nuevo bajo el sol, como dice el Eclesiastés antes de apuntar que hay un tiempo para todo: un tiempo para matar y un tiempo para sanar, un tiempo para destruir y un tiempo para construir (…) un tiempo para tirar piedras y otro para recogerlas (…) un tiempo para guardar y un tiempo para desechar (…) un tiempo para coser y otro para desgarrar. Claro que todo esto lo escribió el viejo Salomón allá por el novecientos antes de Cristo. ¿De verdad que no hemos aprendido nada desde entonces?
Carmen Posadas