Caballos en la niebla.
Entre la niebla, un centauro; un ser improbable; un hombre alto y desgarbado, inmóvil entre unos caballos que lo observan curiosos. Sus cuerpos echan vapor; al rato, sus cabezas vuelven a descender en busca de una pizca de hierba. El se mantiene quieto entre ellos, las manos apoyadas en sus grupas. La niebla se espesa y una pared blanca va cercando el pasto, separándolo de su entorno, del bosque, del camino…
—¡Ven! —le llama el enano que ha seguido al amigo desde la casa, a través del campo, por el sendero de la hondonada— ¡Ven!
Los caballos levantan las cabezas y una yegua vieja se adelanta. Anda despacio, se para, olfatea, y luego avanza confiada, resoplando. El enano siente encogerse aún más su escasa estatura; el caballo que se aproxima le parece enorme, una impresión incrementada por el pelaje de invierno del animal, al igual que por el vaporcillo que su cuerpo exhala. Sin darse cuenta, retrocede hasta topar con la cerca.
¡Ven! —vuelve a llamar al amigo—, Te he traído una manta.
El hombre alto, que hasta ahora no se ha movido, sacude la cabeza. De su pelo lacio caen gotas. Los caballos en cuyas grupas se apoya, se desperezan y siguen a la yegua. Dejando al hombre atrás todos están yendo despacito hacia la cerca del pasto, donde el enano espera agarrando la manta que ha traído. De pronto un golpe de viento remueve la niebla, empuja y rasga sus velos, saca tiras y las pone a bailar. En medio de la pradera, el hombre mira con extrañeza sus manos, ahora desocupadas, luego se toca el cuerpo y la ropa que está chorreando de rocío y -¿cómo no?- de niebla.
Por tercera vez llama el enano. Pero su voz ha perdido firmeza. Teme a los caballos por cuestión de tamaño; nunca se adentraría voluntariamente en su pasto, y ahora los tiene encima. Lo olfatean, sus belfos de terciopelo lo empujan suavemente buscando algo dulce como lo que traen los niños cuando vienen a montar.
—Ya voy.
Por fin contesta la voz quebrada, destemplada del amigo. Su paso largo y rápido lo acerca enseguida a los animales cuyo círculo alrededor del enano se está estrechando. Los caballos lo atienden con las orejas vueltas hacia él.
—Quitaros —susurra y se abre paso—, marcharos, que no hay nada.
Coge la manta que le ha traído el otro y se la cuelga por los hombros. Luego aparta con autoridad los caballos y estos se retiran. Los amigos caminan hacia la puerta del pasto mientras la niebla vuelve a subir desde el prado y se enreda en sus piernas.
En el camino a casa, también el enano tiembla de frío; con torpeza los dos comparten la manta que cuelga entre ellos, sesgada y desigual, convirtiéndolos en un solo ser legendario de una mitología sin inventar todavía.
Dorotea Fulde Benke