Cuando pregunten, si lo hicieran,
diles que nunca di paso atrás
ni permití trueques con la muerte
porque mi vida la debía a quienes
de sangre me hicieron y esperanza me dieron.
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Conoceros fue mi gran victoria, mi gran suerte.
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No consientas llantos de plañidera
ni dejes a la tristeza hacer hueco en el sofá,
perdona cada lágrima, en cada sollozo escondida,
perdona mi falta de fe en mí misma.
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Perdona mi diaria desolación silenciada.
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Me viene devorando en cada noche,
en cada pastilla –«lacasitos» de los que ya olvido el nombre–,
en cada crujido de hueso, en los temblores de los brazos,
me atemoriza y me adormece. Me aterroriza.
Me mordisquea y lo siento. Oigo su redoble.
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Es cruel batalla vencerlo
cuando sé que ganarle es
matarme a mí, morirme en mí.
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No hay morfina que me impida sentirlo
en el cansancio de vida que me está procurando,
no hay ansiolítico que me calme la angustia
de saber que te dejo sola, que lo dejo solo, que os dejo sin mí.
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Que me voy sin vosotros…
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Pero mañana me voy a levantar
por ti, por ella, por todos los quieren que lo haga.
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Porque porto sangre de ángel y unicornio,
ojos de quien ama ciegamente
y manos de quien gana batallas
cortando de tajo único sus pies sanos.
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Se me empapa la nariz de ese olor a romero
que todo lo limpia, lo cura y lo vigoriza.
Se me embriaga el paladar
con los manjares de reyes sin cetro…
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De casta le viene al galgo
y este galgo no piensa rendirse
hasta que la Parca le plante pergamino en la cara.
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Si nos hace falta tiempo, lo sabremos inventar.
Lo sabes, lo sé, lo sabemos.
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Esta guerra, aun muriendo, la gano yo.
Verónica Victoria Romero Reyes
VVRR. Sentencia, 2015
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