Diario de un náufrago (II)
Fanny Brawne.
Hampstead, 13 de septiembre de 1820. Keats se despide para siempre de su amada Fanny Brawne.
El inminente viaje a Italia —que sería al mes siguiente— no hizo que la madre de Fanny consintiera en que se casaran, sin embargo, sí les prometió que, «cuando Keats regresara, se podría casar con Fanny y vivir con ellos. El 11 de septiembre de 1820, Fanny escribió una carta de despedida para Keats que entregó a la hermana del poeta, Frances. Con el consentimiento de Fanny, él destruyó las cartas que su amada le había enviado». Antes del adiós definitivo intercambiaron regalos: «él le ofreció la copia de The Cenci y el valioso facsímil de la hoja de Shakespeare en la que había escrito sus comentarios sobre el soneto del Rey Lear. Le dio una lámpara etrusca y su miniatura, en la que Severn le había retratado con un gran parecido… Fanny le regaló una libreta nueva, un abrecartas, y un “medallón cerrado” con un mechón de su pelo. Keats también le dio un mechón del suyo. Ella le regaló un último símbolo, una cornalina ovalada blanca —piedra semipreciosa—». Stanley Plumly escribió que su despedida el 13 de septiembre de 1820 fue «de lo más problemática… el equivalente, en la mente de Keats, a haber abandonado la vida y haber entrado en lo que él llamaría su existencia póstuma».
“Keats —me digo— abandona esa soflama poética con la que adornas tu desgracia y mírate a los ojos a través de la imagen que te devuelve el espejo. No hay otra esencia más pura que la realidad. No intentes fomentar con versos imposibles la belleza de las derrotas, porque todo será inútil. Ni los dioses del Olimpo ni las musas de los más insignes creadores tienen las armas necesarias para frenar el ardor de tus pulmones. Sangre y fuego juntos, como volcanes subterráneos de magmas incandescentes, que de nuevo, en cualquier momento, ascenderán por tu garganta y más allá de tu boca serán el símbolo de una señal que no quieres ver.» Y por un instante pienso que mi estado de salud debe ser peor del que yo creía, porque si la única solución para vencer a la tisis, que poco a poco se apodera de mí, es marchar lejos del invierno inglés y buscar refugio en la soleada Italia, es porque no me quedan más opciones. Me han hablado del doctor James Clark y de sus habilidades para con enfermos como yo que, inocentes, buscan su salvación a través de la poesía. Un poeta es alguien que solo cuenta con su imaginación, y esa no es suficiente para vencer a este delirio exento de pólvora. Me han asegurado que Roma es el lugar perfecto. Allí mi «capacidad negativa» buscará consuelo entre piedras y edificios milenarios decorados con las pinturas más bellas que el hombre haya creado jamás. «Excusa perfecta», pienso. «Y paréntesis sublime para un exiliado del mundo como yo», añado. Y vuelve a mí esa imagen reciente, cuando todos a coro me han dicho, cual tribu de oráculos de sentencias de muerte ajenas: «Roma es el mejor refugio para un poeta.»
Fanny, no te presté atención mientras ellos estuvieron delante de nosotros, pero cuando se marcharon, lo primero que hice fue pensar en ti. Ahora que de nuevo habíamos disfrutado de las aleluyas del amor, y que nuestras manos se habían vuelto a tocar sin miedo. ¿Qué será de ti cuando yo haya muerto? No sé cómo tengo la valentía de pensar en estas cosas si te lo debo todo a ti. Por ti regresé a la poesía y por ti comencé a soñar de nuevo, entre violetas y jazmines, que nacidos bajo el sol de la última primavera, extendieron sus aromas por los amores del incandescente estío. Fanny, aunque no lo comprendas, este viaje es mi última esperanza, una pócima de sabor amargo en la que mis amigos han confiado como la más adecuada de todas las posibles soluciones a mi situación. Tú sabes mejor que yo que mi actual estado financiero no me permite decirles que no. ¡Si no se vendiesen tan lentamente los poemas de Lamia, Isabella, La víspera de Santa Inés y otros poemas…!, pero según parece, «la impopularidad de mi nuevo libro se encuentra en que las damas están ofendidas conmigo». ¿Qué damas, te preguntarás? «Y pensando nuevamente en esto, me siento seguro de que nada hay en él cuya esencia pueda disgustar a ninguna mujer a quien quisiera yo agradar; pero es cierto que en mis libros existe una tendencia a colocar a las mujeres junto a las rosas y las golosinas… en un lugar donde jamás se ven a sí mismas ocupando un puesto dominante».
Pero, ¿qué importan todas estas apreciaciones de gustos y estilos si sé que me voy a morir? Fanny, la muerte es oscura y silenciosa… Fanny, estoy seguro de que comprenderás por qué me aferro a la vida con todas mis fuerzas, aunque en mi solitario interior sepa que se trata de un esfuerzo inútil. Más todavía cuando tú ya no estés a mi lado, por mucho que no compartas mi idea acerca de que mi presencia no te puede hacer ningún bien. Tú tienes que vivir la vida de los vivos y a mí solo me queda padecer el calvario de los muertos.
Desde que me has dejado solo en la habitación, no puedo evitar hacerme la siguiente pregunta: ¿cuál es la más bella de las derrotas?, porque al igual que el agua cristalina acaricia la tierra por la que transita sin dejar apenas rastro de su paso, nuestros besos desaparecerán de nuestra memoria cuando me haya ido a Roma, porque lo harán perdidos buscando el polen de la flor equivocada. Yo al menos lo deseo así, por mucho que sea un contrasentido abandonarte para marcharme lejos a buscar refugio dentro de la cuna del arte. Sin embargo, te juro que ni el más bello de los lienzos pintados en Roma, ni la más pura de las brisas de una ciudad engalanada con los versos de los más ilustres poetas serán suficientes para borrar de mi memoria la belleza y la profundidad de tus ojos, porque ellos fueron los culpables de que mi corazón latiera de nuevo. Esa especie de sueño sin días ni noches hizo que ascendiera una vez más a la copa de los árboles y, desde allí, flotara en el limbo de los poetas resucitados. ¿Recuerdas? El tacto…, «el tacto tiene memoria»…, y tu mirada el poder de los deseos imposibles.
Extracto de la novela Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel