Diario de un náufrago (XXXIV) #JohnKeats200aniversario Por Ángel Silvelo

Diario de un náufrago (XXXIV)

 

 

KEATS se despide de Fanny.

 

  Vienes a buscarme cargada con todos nuestros recuerdos. No necesitas mediar palabra, y enseguida intuyo que estás dispuesta a vencer al brillo oscuro que me acoge en la noche. Hechizo mágico el que te acompaña, con el que nadie más que tú logra iluminar las entrañas de mi alma. Fanny, te veo llegar como solo lo hacen las hadas, aunque no poseas un carro alado tirado por falsas deidades. Llevas el pelo recogido y vienes engalanada con uno de tus vestidos preñado de volantes. No me dejas hablar y, en un rápido gesto, acaricias mi fría cara. Me coges de la mano con la soltura que solo poseen las diosas clásicas; diosa de mis tinieblas que, nada más tocar mi corazón con tu alma, lo curas de la enfermedad que lo atenaza. Como en los juegos de magia me levanto de la cama, y sigo tus pasos cual Lázaro resucitado, pero tú no giras el cuello para mirar el resultado de tu milagro. Sin la necesidad de verte, adivino una feliz sonrisa dibujada en tus labios. Tiras con fuerza de mí, mientras recorremos una senda en la que no hay árboles ni plantas. Corremos igual que lo hacíamos por el bosque de Hampstead, sin el compromiso de llegar a ninguna parte. Atravesamos algo que se asemeja a un campo repleto de nubes, y enseguida llegamos al lugar donde nos conocimos… y donde nos amamos sin necesidad de llegar a tocarnos. En mi sueño, hay una especie de velo gigante que nos tapa, como si nuestros votos de amor necesitasen de esa fina cúpula transparente para aislarse. Sin embargo, para nosotros no es necesario pasar por esa cuarentena, y cogidos de la mano me llevas hasta tu casa; amarga estancia que nos acogió en nuestra despedida, pero que esta vez, acude a mí bañada por el color de la esperanza. «Ya hemos llegado», me dices. «Este es tu nuevo hogar», añades. Cuando terminas de pronunciar esas palabras, cual pócima milagrosa, la fiebre que me ha acompañado a lo largo de nuestro veloz viaje desaparece, y de nuevo me encuentro como antes de que mi enfermiza tos se apoderara de mi cuerpo. No necesito preguntarte si todo lo que está ocurriendo es real, porque a mí me lo parece y, harto de estar tumbado en la cama, nuestro inesperado reencuentro se convierte en el mejor de los regalos posibles para un moribundo. Enseguida dejo de pensar en estos pequeños pormenores, y me concentro en ti y en lo que estoy viviendo. Te propongo dar un paseo bajo los árboles que ya intentan adivinar la próxima primavera y, sin dejar de sonreírme, me dices que sí. Sigues sin ponerte el sombrero, y el poder de tu mirada se convierte en un poderoso vendaval que me arrastra hasta el más profundo de los deseos. Quiero darte un beso, pero interpones tu dedo índice entre nuestros labios antes de decirme que espere, porque tienes una sorpresa para mí. Andamos entre restos de hojas secas ya pisadas que, bajo nuestros zapatos, no significan nada. Al principio, no puedo dejar de mirar hacia el suelo, porque no siento el contacto de mis pies con la solidez del terreno, pero tú sigues insistiendo en tirar de mi brazo, y esa determinación es como una señal para mí, porque a partir de ese momento me dejo llevar, como en los sueños… Nos paramos en un pequeño claro del bosque y dejas caer tu mano para abrazarme en un largo y cálido beso. Mientras me besas, intuyo que un haz de luz nos ilumina cual rayo que procede directamente del cielo. Cierro los ojos y me pierdo bajo la suavidad de tu piel. Es un instante fugaz, como los deseos, pero tan intenso y conmovedor, que siento que todo mi sufrimiento hasta llegar aquí ha merecido la pena. Dulce tributo el de mis pesadillas, que ahora sí, se están transformando en el mejor de los anhelos. Volver a besarte… y volver a tocarte es el más acertado presente que un enfermo puede recibir cuando siente que ya está a punto de partir hacia el otro lado. Tú, sin embargo, no me dejas pensar, y llenas de cálidos besos mis recuerdos. Atraviesas los lindes de mi corazón y, como no te conformas con ello, traspasas el espacio de nuestros deseos. Ataviados con nuestra sola presencia, nos desnudamos el uno frente al otro bajo la escarcha de la campiña inglesa. No sentimos frío, sino que más bien parece que flotamos sobre el suelo. «Quiero entregarme a ti», me dices, y el miedo a perderlo todo me hace guardar silencio; «el silencio de los muertos», pienso, sin atreverme a romper el designio de tus íntimos deseos. Juntos capturamos el infinito, porque no hay palabras que puedan describir la dulce transformación que estamos viviendo. Los recuerdos caen prisioneros de la pasión, y hasta nuestras promesas zaheridas por el amor se quedan sin palabras. Hacemos un largo viaje atrapados por la certeza de nuestros sentimientos. Todo es como en un sueño perfecto; tan perfecto que, por un instante, somos capaces de vulnerar nuestro equivocado destino. En ese lugar, y en ese momento, llegamos a ser felices, como solo lo pueden ser aquellos que traspasan la línea de la frontera que divide a los amantes. No nos decimos nada, pues el amor a veces no necesita de las palabras. «Eres como el mejor de mis poemas», pienso. Nada puede existir en el mundo ni en nuestras vidas que iguale este encuentro que todavía está presente en el reflejo de tu mirada. Haz de íntima felicidad, capaz de transportar nuestros deseos a la tumba eterna de los recuerdos, recuerdos imborrables que traspasarán la tiranía del paso del tiempo. Nunca podré olvidar esta mirada tuya que marca sobre mis entrañas el más profundo de los sentimientos de la vida: el amor.

  Abandonamos la soledad del bosque de los enamorados, mientras acordamos firmar nuestra unión en una perpetua alianza. Corremos con premura desde el altar de los placeres hacia el resto de nuestras vidas. Todo sigue ocurriendo como en el mejor de los sueños, pues marchamos envueltos en el halo de los que desconocen el miedo. Los temores abandonan nuestros cuerpos, y la fiebre deja de ser un síntoma de enfermedad para convertirse en la dicha de los corazones recientemente conquistados. La seguridad del amor se aloja dentro de nosotros cual rocío de los placeres… cual rocío de los placeres... ¡Qué difícil es perderse en los vericuetos del amor!, pero nuestra determinación es ciega y, por ello, se convierte en poderosa. Antes de llegar al altar donde nos vamos a casar, iniciamos un leve descenso; el de aquellos que se saben condenados al más terrible de los castigos; el de la ausencia de tiempo y de vida para llegar a culminar el fin último de sus sueños.

«Mi más querido amor, dulce hogar de todos mis temores

y esperanzas y alegrías y jadeantes miserias,

esta noche, creo adivinar, tu belleza luce

una sonrisa tan deliciosa

tan brillante y tan radiante,

como cuando con ojos extasiados, doloridos y humildes,

perdidos en dulce asombro,

miro y miro.»

 

  Todos nos están esperando. Tu madre con una dulce sonrisa, tus hermanos con un alegre brillo en sus ojos, Brown con cara de sorpresa, pero también con devoción y hasta ternura, Hunt, Haslam, Haydon y hasta Reynolds están allí presentes con un gesto de aprobación en sus rostros. Más allá de las primeras filas, intuyo a Shelley y Byron y, al fondo, detrás del grueso tronco de un árbol, adivino la mirada de Shakespeare… Artistas y poetas, musas y amadas, todos juntos en pos de nuestra alianza; una unión que será sellada con las poderosas cadenas de la poesía y los sueños.

  ¿Qué ocurrió más tarde? Después de jurarnos amor eterno, tu silueta se disolvió como solo ocurre en los sueños, y por más que intentaba tocarte era inútil, porque te difuminaste como únicamente lo hacen los buenos recuerdos. Buscaba un poco de compasión por tu parte, pero igual que viniste, te marchaste, dejándome de nuevo a solas con la humedad de la cama de los muertos. Fanny, allá donde vayas estaré a tu lado, escondido tras las grietas de tu existencia, velando tus sueños… Y cuando todo haya terminado, pediré un deseo, un único deseo… Y despojaré a mi alma de su perenne desconsuelo. Y el desasosiego que anidó en mis entrañas se marchará lejos, muy lejos… al otro lado de la colina, de donde nunca más volverá para atormentarme. Así ahuyentaré a ese esclavo hechizo que tanto daño me ha hecho y, de esa forma, despojaré a mi alma de los últimos restos de desgracia e infortunio que durante tanto tiempo me han subyugado. Fanny, no te sientas desgraciada. Nuestro tiempo ha sido corto, pero intenso. Y nuestro amor el mejor de los recuerdos. Todo ha merecido la pena, ¿me oyes?, todo. Incluso este breve sueño cargado de imposibles deseos. Te quiero, Fanny, como solo los locos pueden hacerlo y, entre mis cenizas, se leerá tu nombre.

«¡Guárdalo para mí, dulce amor! Aunque la música transpire

visiones voluptuosas en el cálido aire,

aunque nade a través del peligroso remolino de la danza,

sé como un día de abril,

sonriente y frío y alegre,

un lirio sobrio, sobrio y hermoso;

y entonces, cielos, habrá allí

un junio más cálido para mí.»

 

Mi queridísima niña:

  En estos días donde el horizonte se difumina con el infinito, la distancia entre nosotros se diluye como solo lo hacen los pasos al final del camino. Mi vida se acaba, pero mi necesidad de soñar contigo no se extingue con el alba de cada mañana. Ojalá pudiera romper la barrera del tiempo para vivir siempre en pasado, en una eternidad caprichosa que tuviese el don de poder ser repetida. El eco de tu voz todavía me llega a través de los recuerdos, y me deja su huella en el hueco más profundo de mi corazón, donde solo tú te depositas. Hay violines que lloran tu ausencia en cada uno de mis pensamientos, y sus cuerdas emiten llantos que rebotan una y otra vez en la parte más sensible de mi conciencia. No me arrepiento ni por un instante de que no hayas sido mía, pues, en la íntima soledad de mis sueños, hemos alcanzado el poder reservado a las estrellas, pues cada vez que unimos nuestros cuerpos se desprende un intenso rayo de luz que ilumina toda la faz de la tierra. Fanny, ya no nos diremos más te quiero, pero cada día que pase, una cascada de sensaciones llenará de gozo tu corazón que, al final, marchará por otra senda. La vida continúa y se repite, pero no para nosotros. A ti aún te quedará la posibilidad de renacer y ser otra en ti misma… a través del tiempo, y a través de los días que están por venir y que de nuevo te llenarán de gozo. Para los momentos de triste nostalgia tendrás mis poemas y, bajo los versos que un día compuse para ti y para el resto, hallarás las huellas marchitas de nuestro amor. Entonces, vigila tu llanto y piensa que, de nuevo, algún día marcharemos juntos de la mano, y que ya nunca nada ni nadie volverá a separarnos.

Eternamente tuyo,

Keats.

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

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