Cuentos estivales (LIII)
El buhonero.
-A ver, Cholo: pero… ¿qué es eso que arrastras con la boca? -Me preguntó inquisitoriamente mi pupilo.
¡Me pilló! He de confesarlo. Dejó mi pupilo mal introducida una de sus camisas, de modo que colgaba del lateral de la cesta de la ropa sucia, quedando a mi alcance más de su mitad. Así que no me lo pensé y la recluté para mi cama. Que nunca viene mal para mi ajuar.
-¿Qué has hecho? Has mordisqueado hasta el cuello de la camisa. ¡Ni para el trapero me la has dejado! -Me ha dicho con cierto enfado.
Mas luego, se ha reído y me ha calificado de travieso y me ha acariciado en señal de reconciliación. La verdad es que a la camisa le quedaba poca vida y a mí me viene muy bien. Le ha quitado los botones y me la ha entregado para mi uso.
-Me has recordado al trapero que iba a Los Antolinos. -Me ha dicho a continuación mi pupilo.
Al principio y a mediados del veraneo, llegaba hasta el caserío un trapero que recogía los enseres desechables: una silla desvencijada, algún cacharro estropeado, viejas ropas… Y los deshilachados y ajados alpargates del verano anterior. ¡El taperoooooo! ¡El traperooooo! -voceaba el hombre- y los zagales corrían a buscar las viejas alpargatas e, incluso, la sandalia coja del par del ejemplar perdido en la playa. A cambio, les daba cromos.
-¡Kubala! ¡Me ha salido Kubala! -Exclamaba uno de los chiquillos al abrir uno de los sobres con las estampas.
-¡Y a mí Gento! -Decía otro.
-¡Tomaaaaa! ¡Carlsson! y ¡Ben Barek!
Además de los de futbolistas, también había cromos de “Las Maravillas del mundo”, “Razas humanas” y los de la colección con el pomposo nombre de “Banderas del Universo”.
Con mucha más frecuencia, Cholo -ha continuado mi pupilo- llegaba el buhonero. Una verdadera tienda rodante, en la que había de todo un poco, especialmente de alimentación como garbanzos, alubias y ultramarinos, quesos, fiambres, cerveza, vino, refrescos, gaseosa… La imprescindible -para nosotros- gaseosa, pues era la única bebida que ingería, tras las comidas, la tía-abuela Carmen y que le facilitaba la digestión. La tienda móvil era de “El Dulce”.
Cuando llegaba, tocaba el claxon para avisar. Y los chiquillos corrían hacia el vehículo, pues algún caramelo caería. El furgón, que fue evolucionando en su modelo y amplitud con el tiempo, llevaba su propia báscula y también admitía encargos de algún producto que, al siguiente viaje, le traía a la peticionaria.
Era una forma de venta a domicilio que paliaba la dificultad de la distancia de las tiendas y la ausencia de rápidos medios de locomoción. Gracias a estos quincalleros, artículos como pilas eléctricas para linternas y transistores, hilos de costura o mercromina y esparadrapo adhesivo, no faltaban en aquellas zonas rurales diseminadas. -Terminó mi pupilo.
-Un verdadero servicio a puerta. Con comerciantes así la intendencia quedaba asegurada. He concluido, mientras me envolvía el sueño.
(Continuará).
Gregorio L. Piñero
(Foto: Furgón de “El Dulce”. Álbum familiar. 1975).