Gato de Chesire.
Lo peor no son las expectativas frustradas. No, una mujer en edad de fija discontinua (como llama mi amiga Berta a toda la que pasa de los cuarenta y no llega a los cien), sabe mucho de eso y lo gestiona de manera estupenda. Lo peor es la pérdida de tiempo que supone hacer cosas prescindibles por complacer. Por eso, por complacer y porque los meses de convalecencia se están llevando por delante mi vida social, decidí aceptar la invitación, gastarme unos euros en un Cabify para ir, otros tantos para volver, unos cuantos más para pagarme el «Bitter Kas» de turno, a precio de inflación galopante, y escuchar lo que aquel tipo tenía que decir sobre su última novela.
Me gusta leer, me gusta escuchar a la gente y me gusta emborronar el papel. Todas esas cosas forman parte de un todo, o así lo creo yo. Y sí, ya sé que hay quien piensa que lo mío es basura en fascículos mal escritos. Pero también sé que soy el relajante para algunos que dan un repaso a lo que escribo para despellejarme en su cabeza, mientras se duchan o se toman el café de la mañana. Si después de mentarme la madre siguen relajados su jornada, ya pueden darme gracias, les hago un gran servicio. Pero volviendo al principio, supongo que, porque también me gusta escuchar a aquellos con los que comparto el gusto: el mío por leer y el suyo por escribir; y porque quien me regaló la invitación lo hacía con mucha ilusión, me decidí a acudir a aquella charla anunciada como una reunión entre amigos.
A la hora en punto empezó. Una azafata le acompañó hasta el butacón que iba a ocupar aquella tarde. Apareció más esbelto de lo que se veía en las fotografías, con un gato esmirriado entre los brazos que acomodó en el regazó. Mientras servían las bebidas, el presentador del acto tomó la palabra. Empezó la hora de los halagos y la complacencia. El tipo acariciaba el lomo del animal a cámara lenta, sonriendo al infinito. Encendió un cigarrillo con la mano que le quedaba libre, entrecerró los ojos y comenzó a hablar en un tono de voz muy bajo, casi inaudible. Me pregunté ¿Cuánto desabrimiento cabe en unos ojos a medio cerrar? Habló unos minutos, carraspeó y dio por finalizada su intervención. Le gustó mucho su charla, estoy segura de ello. Creo que incluso estuvo tentado de aplaudirse a sí mismo cuando terminó y dieron paso a un turno preguntas limitadas. Y entre esa andaba yo, calculando el tiempo que necesitaba para volver a casa, cuando se me cayó la muleta al suelo haciendo un ruido espantoso. Me miró con los ojos entornados, me señaló con un dedo fino como el alambre y boqueó como si fuera un pez, sin llegar a decir nada. Se hizo un silencio pegajoso. Alguien tomó la palabra y siguieron los halagos, las preguntas raras. Estuve tentada de pedirme otro «Bitter Kas» mientras terminaba aquello, pero pensé que mejor no, no fuera a ser que el exceso de gas me provocara un eructo involuntario y aquel tipo, tan engolado como un gato de Chesire, me lanzara la falange de su dedo índice, clavándola en mi corazón, y acabara con mi vida por un extravagante accidente anatómico.
Anita Noire