La mudanza del oro. Por Dorotea Fulde Benke

la mudanza del oro

La mudanza del oro

 

Al llegar a casa de mi hermana en Alemania para ayudar en la mudanza que iba a ser el punto de partida de una nueva vida en España, me di cuenta enseguida que algo le pasaba.

-Estás paliducha, ¿qué te ocurre?
-No encuentro el oro.
También yo me estaba poniendo blanca.
-¿El oro? ¿El de la mudanza? ¡¡Pero si viene el camión dentro de tres días!!

El «oro» eran unos 140 gramos de oro de 24 quilates que en nuestra infancia un vecino nos había ido regalando por aniversarios y Navidades como reserva para el futuro. Con los vaivenes de tres mudanzas dentro de Baviera y entremezclado con un montón de enseres heredados de las dos abuelas, multiplicados por la colección de mil muñecas antiguas de mi hermana, el oro estaba tan bien guardado que no sabíamos ni ella ni yo dónde estaba…

¡Nos volcamos! Pasamos horas diurnas y nocturnas buscando frenéticamente revolviendo sótanos, habitaciones, maletas y bolsos, mientras empaquetamos y enumeramos cajas de mudanza llegando a contabilizar 135. Y de todo hubo menos un lindo estuche con la vista de la Plaza de San Marco de Venecia que en su interior guardaba una bolsita que a su vez…

Llegó el día de la mudanza y al amanecer el transportista granadino aparcó su monstruoso camión en la entrada y se fue con los ayudantes a tomar café. Ojerosas y trasnochadas dimos un desesperado repaso a los últimos muebles, un escritorio antiguo y un armario negro.

-¿Qué le decimos?
La voz de mi hermana se quebró.

-Será qué le digo yo, -le respondí de mala manera, -que yo sepa tú no hablas bastante español como para decir nada.

Al ver que se le saltaron las lágrimas, yo, arrepentida, quise darle un pañuelo de papel. Saqué una caja de Kleenex del armario negro y mientras los ojos se me pusieron como platillos, ahí detrás estaba Venecia, la Plaza de San Marco, el estuche, y dentro, confirmado por mis dedos temblorosos, 140 gramos de oro, o sea, ¡la mudanza y algo más!

A partir de ese momento, no me separé del estuche. Iba en mi bolso de mano y ese en la cesta de la merienda. Confieso que lo vigilamos por turnos cuando íbamos al baño.

El granadino se fue con nuestros muebles y cosas sin pedir ni un adelanto. ¡Qué buena gente! Unas horas después, mi hermana, su marido y yo nos despedimos de los caseros, y con el coche abarrotado nos pusimos en marcha: Baviera, el Lago de Constanza, Suiza, el sur de Francia, la frontera española. Mi hermana conducía y yo, siempre con el cesto sobre las rodillas, siguiendo al GPS, guardaba el oro o así lo creía…

Pasado Alicante quisimos tomar café en una gasolinera, cuando a nuestro lado se paró un coche negro y se acercó un hombre joven con un gran mapa desplegada que puso sobre el borde de la ventanilla mía. Hablaba alemán con un fuerte acento del este y nos hizo unas preguntas sobre Torrevieja. Luego recogió su mapa, dio las gracias y se fue corriendo a su coche.

Cuando quisimos pagar el café, había desaparecido del cesto el monedero de mi hermana, con todas sus tarjetas, carnets y cien euros. Celebramos el robo con vítores y aplausos, llamé la Guardia Civil y pusimos la denuncia. Todos se extrañaban de nuestras sonrisas de tontos. Extranjeros, dirían, chiflados…

Nadie sabía que el monedero había tenido a escasos centímetros un vecino italiano, el estuche veneciano con todo nuestro oro. Una fuerza mayor debe haber interpuesto su mano o su voluntad asegurando que nuestra mudanza llegara a buen fin.

Ni siquiera yo podría haberme inventado un enredo así. Toda la historia es verdad, os lo juro.

 

Dorotea Fulde Benke

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