Los límites de mi mundo. Por Ana Mª Tomás

Ana María Tomás 2011

Los límites de mi mundo

 

       En mi época universitaria aprendí enunciados que hoy, muchos años después, siguen siendo para mí los más luminosos de los faros. Uno de ellos, y que en su momento confieso que no entendí de primeras toda la dimensión que albergaba, venía de la mano del filósofo analista Wittgenstein, y decía así: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Es decir, en la medida que tenemos dominio del lenguaje seremos capaces de expresar con plenitud nuestro pensamiento, nuestro mundo interior, y de comprender y de explicar la realidad que nos envuelva. Por eso es tan importante el dominio de un vocabulario que, a mayor amplitud, más agranda los límites de nuestro mundo.

      Hace ya bastantes años, Jesús Quintero, en uno de sus programas (‘El loco de la colina’), con mucha audiencia por entonces, expresaba una reflexión que, por aquella época comenzaba a ser novedosa. Ahora es una cruel verdad, un tumor que corroe a nuestra sociedad. Él decía que siempre había habido analfabetos, pero que la incultura y la ignorancia siempre se habían vivido como una vergüenza. «Nunca, como ahora —sostenía— la gente ha presumido y se ha enorgullecido de no haberse leído un libro en su jodida vida. De no importarle nada cualquier cosa que huela levemente a cultura. Los analfabetos de hoy son los peores porque han tenido acceso a la cultura y la han despreciado. Y cada vez más, la televisión los cuida y ofrece programas para estas personas que no leen, que pasan de la cultura y que solo quiere ser entretenida con los más sucios trapos de portera».

      De esas palabras hace ya años. Y, efectivamente, lo que él veía con meridiana claridad y que a muchos otros les parecía tan solo un mal momento puntual para la cultura, en nuestro presente se ha convertido en algo tan usual que no solo tiene aterrados a docentes –les recomiendo un magnífico artículo de Pérez-Reverte titulado ‘El viejo maestro’, publicado en XLSemanal–, sino a cualquier persona de a pie que ame mínimamente el conocimiento.

      Durante los últimos tiempos, los programas educativos han venido atentando contra los pilares fundamentales de la cultura: dejar de aprender griego y latín, valorar cada vez menos las humanidades, deponer la importancia de la ortografía, de la lectura, de la redacción, menospreciar el respeto al docente… Leí hace unos días en nuestro periódico que «uno de cada cuatro alumnos ya obtiene el título de la ESO con asignaturas suspensas. Y los de segundo de Bachiller podrán terminar con una suspensa». Nos faltaba la ‘ley Celaá’. Las niñas ya no quieren ser de mayores doctoras o arquitectas, sino ‘influmierdes’. Y, la verdad, echando un ojo a lo que tenemos a nuestro alrededor… es para ponerse a llorar.

      Una de las cadenas televisivas, al parecer con mayor índice de audiencia, tiene entre sus colaboradoras diarias, entre otras, a la sobrinísima de Isabel Pantoja, Anabel para más señas, una chica que se gana la vida como ‘influencer’, prestando su imagen a marcas de ropa, de joyas y, agárrense, a determinado tipo de ejercicios para ‘curvis’ –mujeres generosas en carnes–, y, según los expertos, hacer ese tipo de ejercicio sin supervisión de un experto puede producir más lesiones que beneficios. Pero el verdadero drama no reside solo en eso, sino también en el de mostrar al mundo que no es necesario estudiar o prepararse en la vida para desempeñar un trabajo digno, que basta con ser alguien zafio, burdo o cantamañanas para embolsarse cada tarde mucho más dinero del que lo hace un médico o un maestro, pongamos por caso.

      El drama consiste en controlar lar órbitas oculares para que no se salgan los ojos cuando con su manifiesta y soberbia ignorancia pregunta en pleno directo si el «cantamañanas» dedicado a ella es un insulto, porque no tiene puta idea de lo que significa. Y que si la están llamado gorda y «buda», cuando le dicen que es una burda. Y ya… el colmo de los colmos es que le grite a sus compañeros que los «rabaneros» son ellos, cuando alguien le dijo que era una «arrabalera».

      Tristemente, no se puede caer más bajo. ¿O sí? Porque a ella no solo no le importa alojarse en un mundo limitado, puesto que ni llega a esas conclusiones ni se la espera. Y, en cuanto a los límites de su lenguaje, bastante le interesa a ella la importancia de una erre entre buda y burda. Y no digamos ya si le hablamos de Wittgenstein.

 

Ana Mª Tomás

La verdad.es

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