Los que vienen. Por Ángel Medina

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Los que vienen.

   Apenas unas millas separan África de Europa. A vista de pájaro resulta inapreciable y casi se rozan los continentes. Quien haya sobrevolado el Estrecho habrá avistado la misma figura que aparecen en el Atlas.

 Dos hombres envueltos en sendas chilabas blancas, coronando sus cabezas un tarbusch, arrastrando pausadamente sus pies embutidos en unas babuchas puntiagudas vinieron a pararse cerca de donde yo estaba, por lo que me resultó imposible dejar de oír lo que hablaban entre ellos.

 ― Nostalgia, sí. Es lo que siento. Porque hubo un tiempo en el que esta tierra fue nuestra.

 ― De eso hace ya mucho. Tendríamos que retroceder hasta el 711, cuando Tarik Ibn Ziyad derrotó al último godo, don Rodrigo.

 ― Tiempos de esplendor. No sólo se apoderó el Califato de este hermoso vergel que es el Al-Ándalus, sino que traspasó sus fronteras.

― Es el sino de nuestra raza y credo: imponernos al infiel.

― ¡Ah! Ocho siglos de lucha hasta que nos expulsaron de Granada.

 ― La entregó aquel Boabdill y perdimos la belleza de la “Alhambra” y su “Albaicín”. No supo defenderla como un hombre, recriminándoselo su madre, llorando amargamente su pérdida para desdicha de nuestro pueblo.

 ― ¿Y qué decir de esa otra perla que es Córdoba la Sultana y su incomparable mezquita?

 ― Tristeza me produce pensarlo. Nuestra cultura era muy apreciada en todo el orbe. Éramos los traductores del legado de la sabiduría griega. Fuimos la avanzadilla del mundo en el arte, la medicina y la filosofía. También émulos de griegos y alejandrinos, cual Hipócrates, Dioscórides y Galeno.

 ― ¿Y qué decir de nuestros grandes maestros…Averroes o Avicena ?

 ― Mucho ha cambiado todo desde entonces.

 ― Ciertamente hay motivos para la añoranza.

 ― Así es. Pero hay algo que me preocupa más.

 ― ¿Qué es?

 ― Me pregunto… ¿habremos perdido sólo el antiguo esplendor?

 ― No habrá de renunciarse a la conversión de los infieles.

 ― Hoy no hay que pensar en las conquistas. No se puede.

 ― Aunque los infieles lo nieguen y digan que la promesa fue hecha para Isaac, somos los herederos de la concesión a Abraham, en su hijo Ismael, al que se le dijo que sus descendientes se multiplicarían como las estrellas y las arenas del mar.

― Así habrá de ser.

 La conversación concluyó y se fueron alejando con la misma parsimonia que habían llegado. Entonces, quedé pensativo y sus palabras comenzaron a resonar dentro de mi testa.

 Ciertamente, el poderío de occidente ha de disuadir cualquier sometimiento. Pero, también es cierto que existen otros poderes en este mundo, y uno de ellos es el del dinero. Con petrodólares se pueden comprar muchas cosas, desde clubs de fútbol que pagan millones por sus futbolistas, y de continuo aparecen en el candelero sus mentores los jeques, hasta cadenas de hoteles, edificios y negocios. Y si bien estas actividades están en unas pocas manos, existe una forma de invasión solapada que es la mano de obra o emigración. Millones de ciudadanos de los países árabes están expandidos por todo el mundo occidental. Lo cual conlleva un riesgo que es necesario tener presente. No puede hacerse como el avestruz, que para no ver el riesgo oculta la cabeza entre las patas, lo cual hace más fácil la presa para el cazador. ¿Cuál es esta contingencia?

Sólo en Europa hay más de 25 millones de musulmanes que trabajan.

 El escritor francés Michel Houellebecq publicó hace años una novela titulada “Sumisión”, ambientada en la Francia del 2022. La trama narra cómo un líder político gana las elecciones y convierte el país en una república musulmana. El guión se corresponde con el alcance del miedo de algunos sectores a que el Viejo Continente sea dominado en décadas por el aumento del porcentaje de nacimientos de la inmigración proveniente de los países árabes. Los vientres darán la victoria― era la consigna de los extranjeros nacionalizados.

 Esto puede sonar a ficción. O no. Porque, a pesar del descenso de la natalidad― también entre ellos, el porcentaje se estabiliza en los tres hijos― la tasa disminuye en Europa, hasta el punto de que no se hace sostenible a medio plazo el pago de las pensiones a los jubilados. Lo cual invita a abrirse a la inmigración.

 Si llegase a producirse lo que en la novela se cuestiona, entonces desaparecerían dos milenios de humanismo cristiano y se habría de imponer una nueva cultura, costumbres y religión. No obstante, Occidente no toma en cuenta nada de esto y sigue entregado al hedonismo y el consumo.

 A esto daba vueltas en mi testa cuando me sobrevino un segundo plano del arribo de inmigrantes, pues, de todos es conocido la llegada a diario de pateras procedentes tanto de los países asiáticos, como africanos. Oleadas de personas que se juegan la vida y dejan la desagradable visión de una fotografía en el periódico con el cadáver de un niño ahogado en una playa solitaria.

 Es fácil si se toma en cuenta recordar aquella parábola del Samaritano. Un hombre herido en medio de la carretera. Los que pasan no quieren problemas y no le prestan atención. Lo que suele decirse, hacen la vista gorda. Sólo uno se detiene junto a él y se solidariza. Se trata de un extranjero. Hasta aquí la historia muy esquematizada. Pero la situación que estamos considerando es distinta, pues la moraleja se ciñe al caso de un hombre, no de una verdadera legión que no cesa de llegar. Una situación que escapa a la respuesta de un solo samaritano, algo que escapa a la capacidad de un solo país, lo cual requiere de buscarse soluciones conjuntamente. A una situación global, también respuesta global.

 El dilema está ahí. ¿Cómo ayudar a gente que huyen de sus países, en conflicto grave por la violencia de los señores de la guerra― cuando no por intervenciones extranjeras―, o políticos incompetentes que llevan la hambruna al pueblo, mirando hacia otra parte? La recta conciencia dice de no desentenderse del débil. Mas, ¿puede país alguno hacerse cargo de la acogida de oleada tras oleada de pateras o cualquier otro medio migratorio, que pretenden quedarse?

 La solidaridad ha de ser inteligente. Planificada. No debe responder a un impulso, cuando no esconde una politiquería barata y propagandística para obtener réditos. No es la mejor solución colocar pancartas en los Ayuntamientos con el saludo de “Welcomes” para recibir a todo el que quiera y después dejarlos tirados en la calle sin medio de subsistencia, con el consiguiente riesgo de violencia e indigencia. Tampoco del subvencionismo sin contrapartidas, esto es, garantizar un sueldo a todo el que llegue, ya que se acabaría compartiendo la pobreza.

 Al tratarse de un problema global― esto es, que afecta no sólo a un determinado país, sino a todos―  requiere de la anuencia de todos.

 En primer lugar, la ayuda consensuada ha de prestarse en los países migratorios que la necesitan. Y ha de ser básicamente tecnológica. Política de cañas y no de pescados, controlándose férreamente que no se pierda al llegar― cosa no infrecuente― en manos de hampones, gobiernos desacreditados o dictadorzuelos de turno. De esta manera podría evitarse las salidas masivas y el consiguiente riesgo de la pérdida de vidas humanas, así como anular el tráfico humano de las mafias que comercializan para traerlos.

 La inmigración es un problema que se da en otros contienentes. Pero, centrándonos en España y Europa el problema es acuciante y debe acordarse una acción política entre los países democráticos.

 Los que sean acogidos han de saber, no sólo de derechos sino también de deberes. Los que puedan corresponderles han de ser ganados con el esfuerzo y el comportamiento cívico, integrándose en la sociedad.  Es un error que lleguen con la idea de que nada más pisar el suelo se les va a asignar una paga. Ni siquiera “fabricando” dinero con una maquinita de hacer billetes― lo cual supondría una inflación galopante― sería suficiente para todos. Las personas que vengan han de hacerlo cuando previamente se les pueda garantizar un trabajo, acceso a la cultura y sanidad. Ciertamente, también su cultura habrá de ser respetada, pero sin que eso suponga la relajación de las propias, doblemente milenaria, no pudiendo realizar prácticas inexistentes en el mundo occidental, como sería el caso de la ablación o el uso del burka. En suma: integración, centrada en el individuo, esto es, el hombre concreto, y no recaer en sub grupos culturales aislados que puedan constituirse en mundos opresivos, concentrándose los individuos en ghetos, como los existentes ya en París o Bruselas.

Ángel Medina

 

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