Mi relación lésbica. Por Ana Mª Tomás

relación lésbica

 

Mi relación lésbica.

 

      Creo que nos amamos las dos. Yo sé que la amo porque no podría vivir sin ella. La busco en mis momentos de felicidad y en los de mayor angustia. Y sé que ella me ama porque siempre va conmigo, tanto en unos como en otros. Ella es mi ancla de salvación, la cuerda que me ata a la cordura y que me enloquece al mismo tiempo. Hasta mí trae la expresión de recuerdos y sentimientos que sin ella carecerían de matices y de vida. Ella me devuelve la existencia de tantos definitivamente ausentes y de otros a los que nunca conoceré. Y, aunque sé que la amo y daría mi vida por saberla libre, ella ya lo es. No pertenece a nadie. Por mucho que haya quienes la quieran prisionera de sus voluntades… «No importan mercaderes, felones,/ traidores o perjuros…/ No importan ferias, zacatines o barracas,/ tiendas, zocos, lonjas/ o mítines políticos/ donde intenten trapichear con la palabra./ Como el agua limpia y pura/ que brota de las peñas/ y busca su camino/ brotará del poema, serena y transparente,/buscando su destino,/ la Palabra». Esto digo en uno de mis poemas (‘Miradas cómplices’) y, a estas alturas, ya habrán comprendido que mi relación de amor lésbico es con la ‘Palabra’.

      «En el principio existía la palabra. Y la palabra era Dios». Ya desde el principio es la palabra la que crea y la que cura. El ‘levántate y anda’ del Evangelio se convierte también en una forma de curación por la palabra en los campos de concentración nazi (Auschwitz y Dachau), utilizada por el neurólogo y psiquiatra austriaco Victor Frank, concienciando a los prisioneros del poder de la palabra, haciéndolos sabedores de que al pronunciar el «ya no puedo más» todas las células del cuerpo aceptaban que había que tirar la toalla y dejar de luchar, porque, realmente, ya no se podía más. Mientras que si se decían «yo soy más fuerte que todo lo que me ocurre», esas palabras se convertían en el acicate perfecto para continuar adelante pese a las dificultades.

      Cómo no voy a amar la Palabra, cuando sé que, aunque todo desaparezca a nuestro alrededor, aunque vengan tsunamis, o terremotos, o dictaduras que pretendan silenciar… siempre nos «queda la palabra» (Blas de Otero dixit), velada, aletargada, pero dispuesta a eclosionar a la mínima oportunidad, y a resucitarnos las vida de tantos, sobre todo, de mujeres que en el curso de la historia lucharon abiertamente o con innumerables subterfugios porque su palabra perdurara a través de los siglos, pese a las losas de silencio y olvido que la cultura imperantemente masculina puso sobre ellas.

      Y cómo voy a dudar de que me ama cuando la sé un nudo de tejedora entre mi corazón y mi boca, entre mi alma y mi mano. Si, como la princesa Scheherezade, cada noche cuento una historia a mi destino para mantenerme viva, para que el sultán de la Mediocridad y de la Desesperación no me mate.

      Cómo no voy a saber que me ama cuando acude ante mi llamada frente a la desesperación, el dolor, la impotencia, y me permite ir desgranándola sobre la estepa blanquecina dejando que vaya derramando partículas de mi alma en ella hasta que el pulso vuelve a la normalidad y la palabra ha realizado su labor terapéutica. Ella me permite ajustar cuentas con el mundo: dar vida o quitarla a mi antojo, como una diosecilla caprichosa.

      Y cómo no voy temer a la Palabra, si recientes investigaciones científicas del profesor japonés Amaru Emoto demostraron que es capaz de alterar el agua –por cierto, les recuerdo que somos un 60% agua–. Él dispuso varios cuencos con agua a los que sometió a diferentes palabras, unas eran de bendición, otras de insultos, gritos y maldiciones. Después congeló el agua. Y, al mirar por microscopio las estrellas que producían unas y otras, encontró que el agua sometida a oraciones y palabras amables formaba unas estrellas perfectas, armónicas y luminosas. Todo lo contrario al agua que había sido expuesta –sometida, mejor– a imprecaciones. Por no decir que la Palabra también tiene poder para matar: un chamán pronuncia una maldición sobre alguien, señalándolo y mirándolo a los ojos, y, si ese alguien se lo cree, la espicha sí o sí.

      Lo confieso: cultivo, alimento y riego a diario una relación amorosa con la palabra, porque ella seduce, conquista, acaricia, crea vínculos, tiende puentes, detiene el tiempo y hasta lo conjura para retrotraernos palabras cubiertas del polvo del olvido. ¿Quién da más?

Ana Mª Tomás

La Verdad.es

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