El viaje
Junto a los compañeras de mi escuadrilla, me asomé al filo de la nube de tormenta. Era grisácea y fuertes ráfagas de viento deshilachaban sus bordes. Detrás de nosotras se había formado el escuadrón de los semicongelados guerreros vestidos de blanco con armaduras puntiagudas. Nos manteníamos lejos de ellos porque ya se había producido algún que otro secuestro.
Poco a poco empezamos a saltar y tal y como nos habían contado las veteranas de varios ciclos, la primera caída libre fue brutal. ¡Cómo nos castigaba el viento con latigazos laterales mientras caíamos a gran velocidad!
El impacto contra una superficie mucho más dura que el fondo de la nube, me costó una parte de mi cuerpo redondo que -convertida en pequeñas esferas plateadas- salpicó rocas y plantas. Yo, o sea, lo que quedaba de mí, inicié una accidentada carrera hacia abajo, entre hierbas y piedras, acompañada de las compañeras, seguida y perseguida por los guerreros blancos que iban construyendo su manto silencioso. Nosotras, al contrario, hacíamos bastante ruido al sortear obstáculos, separar y volver a unirnos.
Sin embargo estaba sola cuando me deslicé sobre unas tejas y tuve una segunda caída libre mucho más corta. Acabé en la cabeza de un animal de piel olorosa y grandes ojos mansos en cuyas pestañas me columpié durante unos segundos.
«La vaca está llorando», gritó la voz de un niño.
¿Vaca? ¿Llorando?
Me solté justo cuando el animal bajó la cabeza para beber de un arroyo. Temblorosa pero feliz me uní a la transparencia de muchas gotas, muchas gotas de lluvia como yo que habían completado la primera parte de su viaje y continuaban el ciclo.
Dorotea Fulde Benke