Hojarasca
¿Sabes cuál es mi filosofía? Que es importante pasarlo bien, pero también hay que sufrir un poco, porque, de lo contrario, no captas el sentido de la vida.
Woody Allen,Broadway Danny Rose
No habíamos precisado demasiado. La hora, el sitio, pero teniendo en cuenta que aquella plaza tenía una dimensión considerable, la indicaciones habían sido escasas. Había llegado con tiempo suficiente, le di varias vueltas completas, la crucé en diagonal dejando las huellas de mis botas gravadas sobre la acera mojada, como el rastro de Pulgarcito que espera poder volver a casa. Al final, me paré en los escalones de la gran biblioteca y esperé. Desde allí tenía a la vista, aunque un tanto imprecisa, de toda la plaza. Habían pasado más de veinte minutos desde que había salido de la boca del metro.
Habíamos hablado por teléfono un par de semanas antes. Me encantará verte, dijo. En aquel momento un cosquilleo me recorrió la espalda. A mí también, pensé, pero no dije nada. Me tenía a mí, o tal vez a la decepción que sabía iba a sufrir si nuestro encuentro se cancelaba a última hora, así que me tragué la exposición de unas ganas absolutamente irracionales que se movían por círculo dentro de mí. Le dije que bien, y quedamos.
La vi llegar de lejos, caminando rápido, como dando saltitos. Tenía una manera peculiar de caminar y el tiempo solo la había acentuado. Supe que era ella sin llegar a distinguirla desde la distancia en la que estaba.
Me entró frío. Guardé las manos en los bolsillos y apreté los puños, conteniendo el ligero temblor que había empezado al salir por la boca del metro. Me quede quieto, sin dar un solo paso, hasta que la tuve frente a mí. Llevaba los labios con un carmín exagerado que se le había corrido en las comisuras de los labios. Un mechón de pelo, despeinado, se escapaba por debajo de un gorro tan viejo como el mundo. Me besó en los labios, y vi, de cerca, las marcadas arrugas de sus ojos. No supe si eran las suyas, o si solo eran el reflejo de las mías vistas en la cara de otro. Comenzamos a caminar entre la gente atareada con las últimas compras del día antes de Navidad. Empezó a hablar, cogiéndome tan fuerte del brazo que me obligaba a mantener una proximidad física que yo no quería. Pero no hice nada y siguió colgada de mi brazo, hablando sin que yo oyera nada. Me había perdido en su barullo y me pregunté cuánto tiempo había pasado desde la última vez. Quizá ocho años, diez tal vez. Caminamos durante un buen rato, yo arrastrando los pies, ella dando saltitos con sus pies diminutos enfundados en unas botas enormes.
Llegamos a las puertas del zoológico y quiso entrar. No había nadie. Las fieras dormían y nosotros, dos tipos perdidos, buscamos acomodo bajo la única pérgola que quedaba abierta. Nos pedimos un café. Me había perdido parte del monologo que había mantenido mientras caminábamos en lo que a mí me pareció un deambular sin rumbo, pero que ahora sabía que no. Dos pavos reales se atusaron las plumas. Quizá lo más majestuoso que nos estaba dando el día. Intenté volver a su discurso pero me había perdido definitivamente, por eso me sorprendió cuando me dijo que sería por poco tiempo, un mes a lo sumo. El aire levantó unas cuantas hojas secas que cayeron ligeras. No supe de que hablaba, pero vi aquellos ojos negros y supe que, pese a la hojarasca húmeda, iba a necesitar algo bastante más fuerte que un café.
Anita Noire