Leon
“…por un momento pensé en todos los que ladraban. En aquellos compañeros de infortunio sentenciados a un final infame: perros que, como había dicho el dogo, tal vez un día fueron cachorrillos mimados, felices, arrancados de su sueño confortable por la estupidez y la crueldad humanas, y que ahora, en aquellas sucias jaulas, esperaban su destino…”
Arturo Pérez Reverte, Los perros duros no bailan.
Me encontré a León, tumbado sobre la alfombra. Me pareció viejo, con la mirada acuosa del eterno triste. Llegó como un invitado al que uno no sabe cómo atender, sin un destino cierto pero, solo en tránsito. León era un vagabundo que acabó sentado en la puerta de casa, aún no sabemos por qué. Cuando preguntamos por el barrio, nadie nos supo dar razón. Alguien nos dijo que tal vez, en el pasado, cuando la finca aún no había sido vaciada por culpa de la especulación, hubiera vivido allí. Pero era difícil que nosotros pudiéramos saberlo, apenas llevábamos dos meses en aquella ciudad. Del edificio no sabíamos nada, solo que conservaba una fachada espectacular pero el que resto se había construido sobre el hueco que deja lo viejo una vez se viene abajo. Vivíamos solos. Los otros pisos permanecían vacíos. Nunca supimos cómo se coló en el portal. Se había echado sobre el felpudo, al inicio del tramo de cuatro escalones que llevaban a nuestro departamento. Y ahí estaba, pasando el tiempo como si más allá de ese rectángulo de rafia el mundo no existiera. Durante un par de horas, lo vigilé por la mirilla, contorsionándome para alcanzar a ver los cuartos traseros que seguían inmóviles. Abrí la puerta, saqué un cacharro de agua. El hocico fue arriba y abajo hasta que no dejó ni una sola gota. Pensé que debía tener hambre, que ese cuerpo grandote y de pelo estropajoso, necesitaba algo más que agua. Y lo colé en casa, hasta la cocina, padeciendo por las pulgas que el pobre pudiera arrastrar y que tenía todos los números para que pasaran a formar parte de la fauna doméstica. Rebusqué en la nevera y desmigué un cuarto de pollo que había sobrado del domingo. León, que entonces solo era “perro”, se lo comió sin levantar la cabeza ni una sola vez. Al terminar, relamiéndose todavía, restregó su cabeza por mi pierna. Se quedó en casa. Tuve que inventar un buen par de excusas, prometer mil ajustes que después jamás cumplí, aunque tampoco hizo falta. Un día, al llegar a casa, supe que se moría. Desde hacía un par de semanas apenas comía. Salió a buscarme a la puerta, frotó su cabeza contra mi muslo, se tumbó frente al portal, le acaricié la cabeza, áspera como una crin, hasta que dejó de respirar. León se fue con todo el saber del mundo concentrado en la pupila. Le llamamos León, aunque solo era un perro.
Anita Noire