Marismas. Por Anita Noire

Marismas

 

Marismas

Jamás me comporté así de adolescente. Nunca me atreví a nada. Hice lo que debía. Y tú también lo has hecho demasiado, si me permites que te lo diga. Ojalá encuentres a alguien con iniciativa.
Nosotros en la noche -Kent Haruf-

  Quisimos despedirnos en la entrada del puerto pero el tráfico lo hacía imposible. Quería evitar las despedidas dramáticas, los adioses que se extienden en el tiempo y que parecen atraparte sin salida. Le recoloqué el cuello de la camisa mientras él se miraba la punta de sus zapatos. Y así ¿ahora hasta cuándo?, me preguntó. Me dolía la cabeza y ya nos lo habíamos dicho todo, no quedaba mucho más. Hice un gesto con la cabeza que no llegó a ver porque seguía con la vista fijada en algún punto por debajo de sus rodillas. Le abracé en silencio y le olí cerrando los ojos. Solo de esa manera se pueden retener para siempre algunos aromas. Crucé la pasarela, me di la vuelta y levanté la mano en un gesto de despedida. Busqué mi butaca en una sala inmensa y me sorprendió que no hubiera demasiada gente. El ferry siempre va lleno y lo normal es viajar entre pasajeros de voces estridente que piden cambiar la butaca porque así están más cerca del baño, de su amigo o cualquier excusa.

  Me dolía la cabeza, metí la mano en la mochila y encontré una chocolatina. Estaba un poco desecha, me la  puse en la boca y dejé que se fuera deshaciendo poco a poco. Quizá fuera mi última provisión, no me quedaba dinero suelto y no sabía si la tarjeta de crédito podía hacerme servicio en aquella barcaza. Me levanté para subir a cubierta y contemplar la silueta de la costa. Ahora llegaba la hora de un hacer un inventario concreto con todo lo que con los años habíamos perdido por el camino, para descartarlo de manera definitiva y seguir. Vino a mi memoria un atardecer junto a la playa en el que Ramón, el hombre de la eterna mirada en los pies, recogía guijarros y los lanzaba levantando pequeños saltos de agua que se multiplicaban por mil mientras yo, su hermana pequeña, le aplaudía hasta que me escocían las manos. De todo eso hacía mucho tiempo. Nos habíamos perdido por el camino y ahora, tantos años después, una vez vaciada la casa familiar, ya no quedaba nada. El mundo nos reclamaba, a él el suyo y a mí el mío. Alcé la vista y apreté la bolsa contra el pecho. Vi la migración de las últimas cigüeñas.

Anita Noire

Blog de la autora

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *