Nosotros, los inútiles. Por Anita Noire

Nosotros, los inútiles

nosotros

 

El espejo se ha roto.
– Ya lo sé, me gusta así. Así me veo tal y como me siento.
El apartamento – Billy Wilder

Estoy esperando que llegue el fontanero. Es un hombre muy dispuesto que siempre acude con rapidez cuando le llamo. Nunca me ha puesto ni un solo problema para venir, sea la hora que sea, a reparar todos los estropicios que día a día se van produciendo en esta casa que maldita sea la hora en que alquilé. No sé la de veces que ha venido en el último año. En todas ellas vestía una de mono viejo que dejaba al aire unos brazos que en otro momento debieron de ser fuertes y ahora son poco más que pellejo y hueso, hoy viste igual pero arrastra los pies. Nunca me había fijado en eso. Le dirijo al baño, otra vez la cisterna pierde agua. Se detiene frente al inodoro mirando el botón que regula el flujo de agua. Se queda quieto, en silencio, y por un momento temo que certifique la defunción del baño y me condene al infierno de una obra más que el propietario no va a pagar.

Se mueve en silencio, apenas me pide que le encienda también la luz del pasillo porque su propia sombra le dificulta el trabajo. Intento imaginar los años que debe tener el hombre, no me hago a la idea, quizá Matusalén fuera su hermano menor. Me pregunto cómo puede seguir trabajando, qué clase de penuria le tendrá encadenado a ir de chapuza en chapuza. Un golpe seco me devuelve a la realidad, se ha roto la tapadera de la cisterna y ahora sí que pienso que el fin del mundo ya está aquí, que tendré que pagar el destrozo del que a fin de cuentas no tengo culpa alguna, pero que deja la cuba al aire y así no se puede quedar eternamente. Pero le miro inclinado sobre la cisterna, sin levantar la cabeza, con los pies rodeado de trozos de loza y no me atrevo a rechistar, me bloqueo, y aunque mi lado perverso y vengativo piensa en apretarle la cabeza dentro del tanque hasta que se ahogue, solo voy a por la escoba y el recogedor. Empiezo a calcular el coste que la reparación me va a suponer y en lo tiritando que tengo la cuenta en el banco. Por debajo de mis pensamientos y del arrastre de las cerdas de la escoba, escucho una disculpa y aunque sigo con ganas de matar, no puedo por menos que aceptarlas y sentirme una miserable. Siento vergüenza y rabia, quizá no a partes iguales, pero puede que sí. Le digo que no se preocupe, que vuelva cuando encuentre el recambio y le entrego los últimos cincuenta euros que me quedan en la cartera para que pueda comprarlo, y acabo por darle las gracias. Debí imaginar que esos brazos no soportarían el peso de la loza, debí imaginar que nada podía salir bien porque desde que puse el pie en esta casa no hay semana que no me azote una desgracia doméstica, debí imaginar que las desgracias nunca vienen solas y que a veces se acompañan de viejos que te dan pena. Miro la cisterna, sin cubierta, llena de agua correosa y pienso que esa imagen, como metáfora de la vida, no tiene precio.

Anita Noire

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