«Mi tía Lourdes dice que una cosa es la venganza y otra cosa es el olvido. Se lo dice a mi tía Gabriela cuando discuten por esto. Dice Lourdes que si nosotros no podemos olvidarlos, la auténtica justicia sería que tampoco sus asesinos pudieran hacerlo.»
Madevera es un pueblo tranquilo en la comarca de Medina. Un pueblo agrícola rodeado de viñas frondosas de las que sale un vino excelente. Un pueblo que como tantos acoge a sus emigrantes en verano, un pueblo con fiestas en agosto, fiestas con verbenas y peñas, fiestas de alcohol y bailes lentos cuando cae la noche. Madevera es un pueblo como tantos otros. Sus gentes, estoy segura, se sientan con sillas de aneas al fresco en verano y miran el horizonte, hablan del tiempo, del riesgo de tormenta o del ajuar que le bordan a la niña. Un pueblo que en 1991 sufrió un gran desgracia: una familia de cuatro miembros murió por un incendio provocado por unos chavales de Medina. En la sentencia los llamaron homicidas; Adrián, uno de los miembros supervivientes, los llama asesinos. Madevera no es producto de la imaginación de Miguel Mena, Madevera esconde entre sus letras un pueblo real de la comarca de Calatayud. Cervera de la Cañada sufrió esos hechos en 1991. Yo tenía entonces 19 años. Los mismos que uno de los chavales que prendió fuego a esa puerta, después de beber gratis en las peñas y terminar la noche meando en unos tiestos. El padre salió escopeta en mano y los amenazó. En otro pueblo les hubiesen dado una paliza. Pero este hombre sólo salió de casa y les dijo que ya estaba bien. Recuerdo perfectamente los hechos. Recuerdo que pensé que habían arruinado su vida. Es curioso ver el tratamiento diferente que tienen las penas en España y EE.UU. Un caso similar en EE.UU. no arruinó la vida a los chicos que mataron a otros: directamente terminaron con su vida. Cuando los 19 años golpean tu vida no tienes claras muchas cosas. Tienes 19 años y empatizas con el compañero de clase. Sientes el dolor de la familia que ha perdido a sus familiares pero no dejas de pensar en el rostro del chaval de la clase de al lado con el que te cruzabas por el pasillo. Ahora no tengo 19 años, ahora al leer la novela de no ficción de Miguel Mena he pensado más en las víctimas. La edad te da otra perspectiva. La edad te da la medida de la vida. Ahora mi hija tiene 13 años, uno más que Pilar cuando murió una noche de agosto en Cervera de la Cañada. Ahora entiendo mejor lo que Miguel Mena cuenta, la gran injusticia que las víctimas sienten en su piel. Porque el tiempo no cura las heridas si no se siente una reparación. Y dudo que en este caso, en la no ficción que llena la novela, la familia que sufrió el ataque, el homicidio, sienta algo diferente a lo que siente Adrián, el protagonista. Con Alcohol de quemar, si ustedes deciden leerlo, se van a plantear más de una pregunta. Y sinceramente no creo que encuentren respuestas: encontrarán empatía con las víctimas, con las de este caso y con aquellos que han sufrido la muerte de un ser querido a manos de un conductor. Empatizarán con el dolor. Vivirán desde fuera nuestro sistema penitenciario y pensarán que a veces la vida es injusta. Verán también como una familia se destroza y no es precisamente la de las víctimas. Ante un acto como ese, inexplicable, la familia del verdugo se transforma en víctima también. Las caras del dolor son muchas. Yo tenía muchas ganas de leerlo, porque fue algo que marcó mi juventud. Es algo que no se olvida. Es algo que, creo, no debemos olvidar.
Maite Diloy (Brisne)
Colaboradora de Canal Literatura en la sección «Brisne entre libros»
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