Hay una frase de Nietzsche que cuando la oí por primera vez me pareció reveladora y en cambio ahora me inquieta. Dice así: “No se puede obtener de las cosas, incluidos los libros, nada que uno no sepa de antemano. El hombre no tiene oídos para aquello a lo que la experiencia no le ha dado acceso”.
Eso explicaría, por ejemplo, por qué cuando uno lee un libro siendo muy joven ese libro le dice una cosa y cuando lo relee años más tarde no solo encuentra en él cosas nuevas sino que aquellas que le sorprendieron o emocionaron la primera vez le suenan ahora banales y trilladas. Otro tanto ocurre con los gags cómicos en el cine o el teatro. Cuando uno es niño, le hace gracia que alguien resbale con una piel de plátano. A medida que pasa el tiempo, solo un tonto se ríe de situación tan tópica y manida. La experiencia intelectual adquirida gracias a lo que uno lee, admira o percibe con los sentidos es lo que convierte a las personas en inquietas, alertas, curiosas y, al mismo tiempo, las hace más exigentes. El ejemplo más claro está en la música. A un niño le atraen las melodías pegadizas, las repeticiones. Si una pieza musical cumple esos requisitos y a la vez es gran música, es posible que un niño se deje fascinar por Mozart o Tchaikovsky, pero difícilmente llegarán a gustarle Debussy o Wagner. Otro tanto ocurre con la pintura. Una persona poco cultivada apreciará un cuadro de Leonardo o de Botticelli, pero quizá no le interese un Bacon y no digamos un Lucien Freud. ¿Es más sensible entonces una persona culta que una poco ilustrada? No, es que tiene herramientas para descubrir la belleza en lo menos obvio. Y es que la experiencia –intelectual y artística– es un peldaño en la escala que lleva a un mayor disfrute, a una mayor capacidad de extraer de la vida sensaciones placenteras. ¿Pero qué pasa cuando la música, la pintura y la literatura, artes que suelen desarrollarse siguiendo parecidos caminos estéticos, se vuelven tan abstractas y sofisticadas que no están al alcance de esa persona joven o con menor formación? Por un lado, ocurre que al requerir su disfrute una experiencia o cultura previa algunas personas se desinteresan y, por otro, se crean baremos para medir el mérito de una obra que nada tienen que ver con su valor artístico. En el mundo de la pintura, por ejemplo, prospera –con más frecuencia de la que sería deseable– el papanatismo, unido a su siempre útil y bien dispuesto amigo, el mercantilismo. Alguien con autoridad en el milieu, un galerista, un crítico, aúpa a determinado artista y luego el mercado hace el resto. El que vende más caro se convierte en tipo más talentoso del momento. En el mundo de la literatura el fenómeno del que hablo tiene leves variantes. En mi gremio hemos ido directamente al mercantilismo, olvidando el papanatismo. Lo hubo, desde luego, cuando los supuestos enterados cantaban las loas del nouveau roman, por ejemplo, pero lo hemos descartado (se tragaba una cada bodrio…) para ir directo al tanto vendes tanto vales. Por supuesto hay libros excelentes que gustan a muchos lectores, pero es la tónica general. Esto se debe a que, a pesar de lo que creen los pesimistas, leer está de moda. Nunca ha habido tantos fenómenos editoriales, libros que han llegado a cotas nunca antes vistas en la historia como vender más de sesenta millones de ejemplares en un año. De un tiempo a esta parte, y gracias, por supuesto, a razones sociales muy positivas, se han incorporado al mundo de la lectura muchas personas que antes no podían ni deseaban leer. Si a esto unimos la difusión de autores adaptados al gusto de estos nuevos lectores que se hace a través de los medios de comunicación, el resultado es que el libro ya no es aquel objeto polvoriento y aburrido que solo interesaba a unos cuantos raros, sino algo agradable, deseable. Ir con el último best seller bajo el brazo da lustre y de él solo se piden dos cosas: que enganche y que enseñe algo (entendiendo por enseñar que aprenda uno un poco de Historia de forma rápida y entretenida). Así, hemos convertido en los libros importantes del siglo XXI títulos que cumplen ambos requisitos sin exigirles mucho más. Pero ¿cuál es la diferencia entre un lector que encuentra fascinante Cincuenta sombras de Grey o La verdad sobre el caso Harry Quebert con uno que solo se fascina ante Lolita o La fiesta del Chivo? En realidad, la única diferencia entre los que siempre se han interesado por la literatura y los que se han incorporado hace poco al mundo de la lectura simplemente porque está de moda es que los primeros suelen iniciarse con Salgari y Dumas, de ahí pasan a foguearse con Dickens o Pérez Galdós hasta caer seducidos por Borges o García Márquez. Por supuesto esto no quiere decir que los lectores de Nabokov sean mejores o más sensibles que los de E.L. James o los de Joël Dicker. La única diferencia estriba en que los primeros cuentan con más herramientas para extraer placer y experiencia de la lectura de un maestro, y no de lo obvio e infantil, y subiendo así un escalón más en el disfrute. Habrá quien diga, siguiendo los argumentos actuales, que Lolita, de Nabokov, «no engancha» y desde luego no enseña Historia, como ahora se reclama de un libro. Quien lo diga ignora que los buenos libros, a diferencia de los malos, no dan respuestas, sino suscitan multitud de preguntas. No dan, exigen. No pasan la mano por el lomo del lector y le hacen sentir bien sino que lo retan, lo perturban, lo remueven. Exactamente igual que ocurre, por cierto, con las experiencias de la vida real de las que tanto se aprende y a las que alude Nietszche en la frase que hoy he querido compartir con ustedes.
Carmen Posadas
Fuente:Página web de la autora
Interesante reflexión. A mí me inició en la lectura un amigo del colegio con Las aventuras de los cinco de Enid Blyton. Él leía mucho y se empeñaba en que yo también leyera, como así fue.
Me quedo con esto: «… los buenos libros, a diferencia de los malos, no dan respuestas, sino suscitan multitud de preguntas. No dan, exigen. No pasan la mano por el lomo del lector y le hacen sentir bien sino que lo retan, lo perturban, lo remueven». Una gran verdad.