«La escuela de los maridos». Por Rubén Castillo

 

Pocas informaciones son necesarias cuando hablamos de Jean-Baptiste Poquelin, más conocido por su seudónimo literario: Molière. Enfant terrible de la escena francesa de su tiempo, fustigador implacable de hipocresías y de comportamientos pedantes, enemigo acérrimo de los matrimonios concertados, burlón frente a los médicos palabreros y martillo de burgueses infulosos, el gran Molière es conocido sobre todo por piezas como El médico a palos, El enfermo imaginario, El burgués gentilhombre o Tartufo; pero su producción incorpora también otras composiciones que, sin ser tan conocidas ni tan perfectas, suelen reeditarse de vez en cuando para alegría de los lectores.

Es el caso de La escuela de los maridos, una obra estrenada en 1661 en la que nos encontramos con la repelente figura del obsesivo Sganarelle, que está empeñado en controlar al milímetro a su tutoranda, la hermosa y jovencísima Isabel, de cuya virtud no tiene dudas y que resguarda entre algodones para convertirla en su esposa. En su opinión, la forma más adecuada para asegurarse la fidelidad de una dama es fiscalizar sus movimientos, visitas y horarios, para ayudar al fortalecimiento de su entereza y su virtud.  Pero los evidentes excesos de su vigilancia incomodan a su hermano Aristo y también a la doncella Lisette, que intentan hacerle ver que el mejor camino para ganarse el corazón de una mujer no es desde luego ése, sino que es confiar en ella y permitirle el limpio ejercicio de la libertad. “Lo más seguro, a fe mía (son palabras de la sirvienta), es confiar en nosotras; el que nos presione se pone en un peligro extremado, pues nuestro honor siempre quiere guardarse por sí mismo. Es casi inspirarnos deseo de pecar poner tanto cuidado en tratar de impedírnoslo” (acto I, escena II). Con lo que no contaba Sganarelle, desde luego, es con la capacidad que tiene el amor para volver espabiladas  e ingeniosas a sus presas, como ya demostrara Lope de Vega en su deliciosa pieza La dama boba, de feliz memoria. Pero pronto tendrá ocasión de comprobarlo de la forma más desagradable.

Acérquese a estas páginas de Molière quien aún no las conozca, porque sin duda disfrutará con ellas.

Rubén Castillo

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Un comentario:

  1. Volver la mirada a los clásicos de la literatura universal es una manera óptima de celebrar la vida. Esta vida en la tierra. Ya sea con vocación de mirar hacia lo Alto.

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