¿Portavoza?
Irene Montero, la diputada de Podemos, se ha metido de voz y coz en la lucha contra el lenguaje «sexista». Es patético luchar contra algo que no existe. Y sentirse, además, moralmente superior por ello, de una arrogancia cutre. Por más que se diga y vocee y asperje, eso del «lenguaje sexista» es, en sí mismo, un disparate semántico. Al lenguaje no se le pueden atribuir cualidades sólo aplicables a la persona. Existe un uso sexista del lenguaje, pero eso no convierte al lenguaje en machista u opresor, sino a quienes lo usan con intención de despreciar o dominar a las mujeres. No es lo mismo. Es como si acusara usted al lenguaje de ser violador o maltratador.
Detrás de esta batalla lingüística no sólo hay una profunda ignorancia de lo que es el lenguaje, cómo se forma, funciona y evolucionada, sino un enorme desprecio hacia los hablantes, empezando por las mujeres. Esto de «portavoza», «miembra» o «jóvena», no son sólo ocurrencias que incitan a la burla y el cachondeo, sino algo más decisivo, porque nos afecta a todos, no sólo como hablantes, sino como ciudadanos. El lenguaje es seguramente el bien común más importante, un elemento de cohesión y convivencia imprescindible sin el cual no serían posibles las relaciones humanas y sociales. No es sólo el bien común más apreciable, sino el más democrático imaginable. El lenguaje es el resultado de la acción y aportación de todos los hablantes, con independencia de su condición social, no obra de unos pocos o de un grupo dominante.
No hay lengua sin normas sintácticas y gramaticales. Atacar estas normas, destruirlas, es, no sólo destruir un bien común, sino agredir a sus hablantes. Las lenguas evolucionan con la contribución democrática de sus hablantes de forma natural, adaptándose a los constantes cambios sociales y del entorno, pero estos cambios no se imponen nunca a la fuerza. Las lenguas no necesitan policías lingüísticos para imponer cambios en su uso, son los propios hablantes los que generan espontánea y lentamente esos cambios. Por eso son una aberración política todas esas leyes de «normalización lingüística» que se han establecido en Cataluña y por media España, antidemocráticas en sí mismas. Que ahora pretendan algunos hacer lo mismo con «los bables» (no hay uno solo, la primera imposición fascista es obligar a sus hablantes a unificarlos) es una prueba más de desvarío y totalitarismo, en el que coinciden, ¡oh paradoja!, los Álvarez Cascos con podemitas y socialistas.
Esta batalla lingüística muestra cómo la noble causa del feminismo puede derivar en feminismo radical o feminismo ultra, o sea, una ideología reaccionaria que perjudica, en primer lugar, a las mujeres. Llamar a una mujer «portavoza», por más que Lastra, Montero y Robles se sientan encantadas, es lingüísticamente despectivo, y así suena y resuena en nuestro cerebro, y tendremos que hacer un esfuerzo para luchar contra ese efecto inmediato, porque así está fijado en el sentido fonético y musical de la lengua. Basta ponerlo en un contexto como «oiga, portavoza, dígame…» Peor sería, para arreglarlo, decir, «oiga, señora portavoza», o «mi amiga la portavoza»… Bastan estos ejemplos para demostrar que el procedimiento de marcar con el morfema «a» a todo sustantivo o adjetivo viviente para «feminizarlo», conduce a creaciones lingüísticamente aberrantes. Porque ni la «a» es feminista, ni la «o» machista. Sobran ejemplos para mostrarlo.
Lo peor de todo esto es la arrogancia emancipadora con que el ultrafeminismo trata de salvarnos de la lacra machista que ha penetrado en nuestras mentes desde siglos. Erigirse en salvadoras, en comisarias lingüísticas, imponiéndonos usos que destrozan las normas sintácticas, morfológicas y fonéticas de la lengua, es de una soberbia intolerable. ¡Intolerable, sí! Porque agrede y desprecia a todos los hablantes tratando de imponernos un control ideológico, politizando el ámbito más privado e individual como es el de la mente y el modo de hablar y comunicarnos. Entre los derechos lingüísticos de los ciudadanos se encuentra el derecho a no ser presionados, culpabilizados, señalados y denigrados por usar el lenguaje como lo hace, y muy democráticamente, la mayoría.
Ser vocera de la causa feminista es legítimo; ser portavoza del ultrafeminismo, no. Porque eso, ni es progresista ni emancipador, sino cutre y reaccionario. De voz a coz sólo hay una consonante. Y las consonantes se llaman así porque buscan la eufonía. Consonancia significa «estar en armonía». Es lo que busca y logra el lenguaje común: estar en armonía con los otros. Lo mismito que persigue el celo talibán de estas emancipadoras.
Santiago Trancón
Hablar de “voz” es hablar en femenino al anteponerle el artículo “la” Lo de las “portavozas” es una incoherencia gramatical según la cual se debería neutralizar el género gramatical, denominándolo “los portavozos” Porta-bozal sería idóneo sustitutivo de Portavozas.
Toda mujer pertenece al género femenino (sea cual fuere la inclinación sexual) Por ende, el sobre calificativo de “feministas radicales” no define a personas femeninas singulares; define a personas sectarias y plurales, de la corriente “hembrirula” (hembras-chulas “LGTB”), en guerra abierta contra la heterosexualidad, lo que se traduce en lucha sin cuartel, no sólo contra el lenguaje, sino contra la Naturaleza, la Biología y la conservación de la deteriorada especie animal humana, en peligro de extinción cual lince ibérico…o más.