Soy lo que pienso
(Foto: Vicente García)
Descartes, después de mucho pensar, dijo aquello de «pienso, luego existo». Aseguran los filósofos racionalistas que eso fue el «fiat lux» de la modernidad, que colocó a la razón como el fundamento de la ciencia y el pensamiento moderno. A mí, lo siento, siempre me pareció una perogrullada, basada, como casi todas las idem, en una petición de principio. Si dudas de todo, ¿por qué no dudar también de que estás pensando-dudando? El axioma cartesiano viene a decir, «pienso, luego pienso», o «existo, luego existo». El problema no está en relacionar el existir y el pensar, sino en el «ergo», el luego, en la relación de causalidad o consecuencia lógica. Yo creo que es mucho más persuasiva, incluso lógicamente, la proposición «siento, luego existo», por poner una de las muchas que se me ocurren en sustitución de la descartiana.
Me da pie y estribo esta piedra filosofal para hacer alpinismo platónico, intentando escalar esa montaña siempre cubierta de nubes que es el misterio del yo, que no es otro que el de la conciencia. Echo mano de la metáfora montañera porque, sí, es muy fácil despeñarse por la pendiente del «qué soy yo» o «quién soy yo», que lo uno lleva a lo otro. Si Yavé dijo algo así como «Yo soy el que soy» o «Yo soy el que existo», difícilmente nosotros seremos capaces de dar una respuesta más clara y categórica. Descartes debería haberse conformado con el silencio que sigue a esta inquietante sentencia divina.
Pero soy inquieto, así que prosigo. De las muchas respuestas que pudiéramos dar a la pregunta que trata de saber qué somos, he aquí ésta que seguramente ya han enunciado muchos, pero que yo hago mía porque es la que se me ha ocurrido para ponerle título a esta bicolumna: soy lo que pienso. Expresada en términos de manual de autoayuda: «eres lo que piensas». Repárese en que no digo «soy el que pienso», lo que sería muy cartesiano, sino que soy eso (esto o aquello) que pienso. Por explicarme un pelín. Somos una fabulosa máquina neuronal: «En el cerebro de un recién nacido, cada segundo se forman hasta dos millones de nuevas conexiones, o sinapsis. A los dos años, un niño cuenta con cien billones de sinapsis, el doble que un adulto». La cita es de David Eagleman. La paradoja es que, para madurar, necesitamos podar las ramas de esa jungla y quedarnos con la mitad de sinapsis. Para construir el mundo necesitamos limitar nuestras posibilidades perceptivas.
El mundo, la realidad, es una creación cerebral construida con billones de estímulos indiferenciados. Si no fuera así no sobreviviríamos ni sabríamos qué hacer rodeados por un mundo incomprensible de infinitos impactos electromagnéticos. Pero voy a lo del título. Si todo se cocina en ese bullicioso y descomunal trasiego de impulsos invisibles, incontables, que van a velocidades astronómicas, ¿qué hacemos nosotros, qué papel juega en todo eso, el pensamiento? Pongamos que el 95% de nuestra actividad es inconsciente. Esto significa que la complejísima maraña neuronal ha creado circuitos fijos por los que circula la actividad electromagnética de forma automática. ¡Y menos mal! Si nuestra vida dependiera de nuestras decisiones conscientes tardaríamos un cuarto de hora en dar dos pasos seguidos.
Sirva tanto preámbulo para llegar a una pequeña cumbre desde la que otear el horizonte de nuestra vida. Me refiero a ese 5% que hemos reservado para la actividad consciente. A esa me refiero con el título. Soy lo que pienso conscientemente. ¿Por qué? Porque es lo único que puedo de verdad controlar de mí mismo. Es ahí donde radica mi albedrío, mi libertad, mi responsabilidad. Así que, conclusión lógica, piense en lo que piensa. Piense que no es lo mismo pensar una cosa que otra. Piense que puede intentar ser dueño, al menos, de un 5% de ese 5% de sus pensamientos no automáticos.
Quiero decir que no desprecie usted ese 5%, porque, gracias a él, puede usted vivir una vida apasionante. Sólo podemos gozar de verdad de aquello de lo que somos intensamente conscientes. Una conciencia alerta es imprescindible para ampliar nuestro mundo, nuestra experiencia del mundo. Una mente abierta es la que está dispuesta a recibir pensamientos inesperados, ideas nuevas, todo aquello que rompa los automatismos mentales anquilosados. En realidad, ese 95% del que hablé depende de ese pequeño 5% del que hablo. Por eso es tan importante.
Y digo más. La política, como la vida, sólo puede renovarse si da importancia a ese 5%. Si da importancia a las ideas. Si confía en la fuerza de las ideas conscientes. Si confía en la coherencia, la consistencia, la capacidad constructiva y unificadora de las ideas y los proyectos lúcidos. Conciencia y honestidad. Pues eso.
Santiago Trancón