Mi madre dice que a mi hermana pequeña
(esa que huele a bollitos
de azúcar y miel)
se le incrustó una aguja en el tórax cuando era bebé.
La mujer que cosía con ella, siempre la tenía en brazos y mi hermana, que nunca lloraba, se dormía
entre sus pechos de
leche costurera.
Así que una aguja,
traicionera e invisible,
se le fue,
poco a poco,
incrustando en su piel de algodón…
Yo he probado a ver si esto es posible y me he pegado una en el nacimiento del pecho. Y,
cada día,
he ido clavándomela
un poco…
Hoy, mientras escribo esto, la siento ya como parte indivisible de mis vértebras.
Hoy, mientras escribo esto,
decido que quiero coserme algunas cosas que tengo dentro y,
suavemente y en silencio,
pongo mi dedo
(corazón)
sobre la aguja,
simulando,
con el movimiento de coser,
lo que ella ha de hacer
dentro de mis intestinos.
Coserme, por ejemplo,
ese desprecio tuyo que me provocó una úlcera el año pasado.
Y bordarme,
(me encantan los bordados)
un corazón rosa
en el esternón,
que siempre
se me quiebra
con tus gritos.
Y,
si me da tiempo,
cogerle el bajo a mis pulmones,
que de tanto suspirarte
se me han quedao
dos tallas más
grandes.
Yo creo que ha sido una buena idea lo de la aguja,
aunque,
si pudiera,
—y mi corazón lo resistiera—
me cosería los ojos para no
verte
humillarme
nunca
más.
Yolanda Sáenz de Tejada
Colaboradora de esta Web en la sección
«Tacones de Azucar»