Queridos Profes. Por María José Moreno

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Queridos Profes

 

      El sol cae como una pelota y luna hace su tímida aparición entre las espesas nubes. La clase, iluminada durante el día por las sonrisas infantiles se llena de sombras. El olor a chicle de fresa es sustituido por un enrarecido ambiente en el que predomina el olor a ventana cerrada, polvo de tiza y niño cansado.

      El abecedario, que con tanto primor había escrito la maestra a principio de curso, permanece en la pizarra. Al dar las doce el reloj del campanario las letras del abecedario se agitan en convulsos movimientos hasta que caen al suelo como si fueran copos de nieve. Tras unos instantes de perplejidad, se oye la voz chillona y firme de la panzuda b que se ha atribuido el mando, por aquello de que es la primera consonante.

      —¡Firmes! Las vocales a un lado y las consonantes a otro. Dos filas y marchando a buen ritmo —ordena.

      Las vocales, dispuestas siempre, acatan la orden con celeridad; las consonantes no tanto. Discuten entre ellas y remolonean, no les gusta que les manden y, menos, una igual. Al final, consienten, e inician el desfile, ante la sorprendida o y la risueña u, que las mira con descaro.

      La l y la ll, espigadas y orgullosas; la n, andando rápido para pillar a la m; la q, que renquea de una pierna, se apoya en la p que cojea de la contraría, formando un buen tándem y la s se contonea como una chica con tacones altos.

      Una tras otra enfilan hacia el tercer pupitre de la derecha, ahí es el lugar de encuentro, el cuaderno de Mateo. Cuando llegan, cada una de ellas realiza su cometido. Primero se mezclan, luego se agrupan en palabras y a la orden de: ¡Ya!, todas comienzan a  dejar su impronta ayudadas por el mordisqueado lápiz, su fiel amigo.

      Antes de que sol aparezca, el trabajo está realizado y las letras regresan a su lugar de descanso. Esto lo hacen siempre que hay alguna tarea para realizar en casa.

      Mateo no puede llevarse el cuaderno. Cuando su padre llega de la taberna, harto de vino, siempre la toma con él. Si, además, lo ve haciendo tareas lo llama sabiondo y se ríe de él. En más de una ocasión, cuando lo ha visto estudiando le ha roto los libros y el cuaderno. Desde entonces prefiere dejar todo en la clase.

      A las nueve de la mañana la algarabía vuelve a colmar el aula. Mateo corre nervioso hasta su pupitre, lo abre y mira el cuaderno. Allí está, la tarea hecha. Sonríe y da gracias a Dios. No sabe cómo ocurre, debe ser cosa de los ángeles o de algún duende que lo cuida.

      Las palabras de Rosa, su profesora, lo sacan de su ensimismamiento.

      —¡Venga, niños! Vamos a ver las tareas que os mandé ayer.

      Mateo obedece.

      —Muy bien, Mateo, tienes una letra preciosa —le dice Rosa cuando pasa a su lado mientras le guiña un ojo.

      —Se parece mucho a la de usted, profesora —susurra, Dani, el compañero de pupitre de Mateo.

      —Que va, esta es menos redonda —dice Rosa, negando con la cabeza mientras se dirige al final de la clase

      Mateo se queda pensando en las palabras de Dani, pero cuando mira hacia la pizarra ve cómo la ñ se quita el sombrerito y lo saluda. Entonces, sacude la cabeza, cierra los ojos y los vuelve a abrir. No es la ñ, es Rosa la que lo mira fijamente mientras habla y la que lo premia con una enorme sonrisa.

        El niño coge el lápiz y comienza a escribir, es tan feliz en el colegio que se le olvida todo. Aún quedan muchas horas hasta regresar a casa.

 

María José Moreno

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