Furtivos. Por Damian Marín

Furtivos

 

Un estampido reventó el amanecer y el jabalí cayó herido. Mi padre me dio el machete, “tienes que rematarlo, no sientas lastima, sino lo haces tu madre y tus hermanos no tendrán nada que echarse a la boca”_ me dijo_. Me aproximé al bicho, el cuchillo me temblaba en las manos, di unos pasos hacia atrás ante el pataleo del cochino; pero los brazos de mi padre contuvieron mi huida. “Piensa en la niña chica”. La imagen de mi hermanita, lamiendo su plato vacío, serenó mi pulso cuando hundí el acero en el pecho del verraco. Mi padre me miró,  sus labios no sonreían.

Había que darse prisa, los guardas del coto habrían escuchado el disparo y estarían rastreando la sierra cómo podencos. A pesar de que  mi padre había perdido dos de sus dedos en la siega, se manejaba con soltura y en seguida abrió en canal al animal. Yo cortaba ramas de romero para rellenar los intestinos del cerdo y así evitar que la carne se pudriera. Ocultamos  la res con una capa de lentisco, mi padre orinó alrededor para que el olor mantuviera a ralla  las alimañas. “Retén en tu mollera este lugar, si me prenden tienes que venir con tu tío a recoger la pieza”, la voz de mi padre sonaba recia cómo las peñas.

 

Enfilamos barranco arriba, llevaba la escopeta colgada al hombro y sus pies desnudos avanzaban rápidos sobre los pedruscos. Intentaba seguir su ritmo pero mis albarcas tropezaban a cada paso con los matojos. Un silbido rasgó el aire de la serranía, mi padre se detuvo en seco y miró hacia abajo, se agachó indicándome que hiciera lo mismo. Unas urracas levantaron el vuelo y entonces pudimos escuchar los cascos de los caballos. Mi padre se acercó a rastras hasta mí, me tomó en brazos y se abalanzó sobre unos zarzales. Sentí ganas de llorar, las espinas se clavaban en mi espalda, “piensa en la niña chica”_ me susurró.

Sus voces sonaban muy cerca, gritaban: “te vamos a moler a palos, hijo de puta, si te crees que cada vez que la furcia de tu mujer traiga otro bastardo al mundo, lo vas alimentar a nuestra costa, lo llevas claro cabronazo”. Pudimos oler el humo de sus cigarros penetrando por entre las zarzas, mi padre sudaba. Los gritos se alejaron: “ya te encontraremos Cantazorras, no te vamos a dejar un hueso sano, furtivo de mierda”.

Salimos, de la maraña de pinchos, ensangrentados, nuestras blusas hechas jirones. Aquel día fue la única vez que vi llorar a mi padre. Me abrazó hasta hacerme daño y sus lágrimas gotearon sobre mi frente. “lo siento mucho hijo, perra suerte la tuya, que te hizo nacer en el chozo de un pobre”. Yo tiritaba cómo en una noche de diciembre y le dije entre balbuceos: “no llores, mañana madre se hartará de tocino, no llores”.

Anduvimos camino a casa con el estómago encogido, cada sonido que brotaba de  los pinares nos hacia detenernos. Una liebre que saltaba veloz, un águila que cambiaba el sentido de su planeo hacían que mi padre olfateara el viento; así, entre susto y susto logramos llegar hasta la linde del coto; pero el aire dejó de oler a romero. “Hijo, tú te quedas aquí, oculto tras las jara, veas lo que veas, no salgas, no te muevas, tienes que recuperar la carne, me oyes, la carne es lo primero” y entregándome la escopeta se dirigió despacio hacia el barbecho.

Furtivos

 

Lo vi caminar con la cabeza alta, sus pies desnudos se sumergían entre los surcos de arena. No había andado ni diez metros, cuando tres jinetes le cortaron el paso. “Hombre amigo Cantazorras, ¿qué haces por las lindes del coto?, ¿no sabrás nada del escopetazo de esta mañana?, ¿o estás buscando espárragos como siempre? Mi padre no contestó. “Hijo de perra, sabemos que eres tú, cualquier día te cazaremos y entonces tu mujer suplicará  que tu hijita entre a servir al Marques, tu niñita tendrá que bajarse las braguitas si quiere comer y cuando el amo se aburra de ella, tal vez podamos encularla nosotros”.Mi padre bajó la cabeza, los jinetes reían, pero sus carcajadas no duraron demasiado, de un salto los puños de mi padre derribaron al bocazas que había soltado la gracia. El hombre cayó al suelo.

Dos de los guardas le sujetaron los brazos; mientras el tercero, aún chorreando sangre por la boca, descargaba su fusta de verga de toro sobre los hombros de mi padre. Pude ver sus ojos a cada golpe, sus ojos buscándome tras las jaras, sus ojos diciéndome: “piensa en niña chica”.

   Damian Marín

2010

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