Leyendas urbanas. Por Dorotea Fulde Benke

Leyendas urbanas

Mujeres sin rumbo,
tres balas perdidas, tres,
de la selva urbana
de Torremolinos…

A la primera del triunvirato legendario de Torremolinos hace tiempo que no la veo… y siempre que pasa eso y creo que ha desaparecido, me la encuentro esperando en algún semáforo, esperando a que se ponga en rojo, se entiende. En cuanto arrancan los coches, se lanza a la calzada e insulta a los conductores. Cuentan que es la reencarnación de la mujer de David el Gnomo, pero con un programa de contraste en bucle continuo, o sea, no trabaja, ni limpia, ni lava, ni cocina… Solo su eterna sonrisa –si no se está peleando con algún automovilista– y las mejillas pintadas de un rojo improbable dan una pista sobre quien fue en otra vida esa mujer bajita y rechoncha, desaliñada y sin gorro, que merienda en parques y duerme en cajeros automáticos. De ropa se pone y superpone casi todo lo que tiene, que no es poco: dos vestidos, tres chalecos, un par de pantalones, sus botas, y un tocado de terciopelo gris. Lo que no puede colocar sobre su cuerpo, lo arrastra metido en bolsas de supermercado.

De la segunda solo sé que la llamábamos ‘la Lavandera’. Tanto verano como invierno lavaba día tras día sus cuatro vestidos, tres bragas y dos blusones en cualquiera de las fuentes de Torremolinos. Lo tendía todo y se sentaba al lado, casi sin ropa, esperando a que se secase alguna prenda. Un bando del alcalde sobre el buen uso de las fuentes públicas, fueran o no de agua potable, le quitó su razón de ser. Ingresó en una residencia donde no aguantó ni dos otoños.

La tercera fue vecina mía, una tiarrona con hombros musculosos y pechos bamboleantes apenas tapados por ropa inadecuada. Ella gustaba del abandono más sucio y tenía una manifiesta fobia al agua y sus efectos. Esposa despreciada de un conocido abogado madrileño y rica en posesiones materiales, malvivía en uno de los apartamentos de su propiedad, con vistas al mar, costra de huevos estrellados en el techo, mobiliario desgastado e inservible, y puerta siempre abierta por la que nadie osaba entrar. A principios del mes el cartero le traía grandes sumas de dinero –que en pesetas parecían mayores todavía– que gastaba sin ton ni son. Tenía una cuenta abierta en cada comercio importante del pueblo; sin embargo a partir del día 10 solía hurgar en la basura y mendigar tabaco de puerta en puerta. Dos veces al año recibía la visita de su remilgado hijo de Madrid que la llevaba a un hotel de lujo para hacerla desparasitar, bañar y que le cortaran el pelo. Como toque lúgubre os diré que los chicos mayores de la urbanización solían asustar a los pequeños enseñándoles entre las rocas detrás del bloque de apartamentos una tapa de piedra algo desviada de su marco. Según ellos, ahí la loca enterró a un niño al cual había matado. Los adultos nos reíamos de esa historia, pero se nos ponía la carne de gallina cuando se comentaba que la locura de la vecina comenzó a la muerte de su madre que vivía con ella. Se trastornó de tal manera que no avisó a nadie y compartió el apartamento con el cadáver hasta que el olor hizo que los demás llamaran a la policía. Descanse en paz, Maricruz.

 

Dorotea Fulde Benke

Blog de la autora

 

2 comentarios:

  1. Elena Marqués

    Conmovedoras historias en el anonimato. O peor, en el desprecio colectivo.
    Gracias por recuperarlas para nosotros, Dorotea. Siempre es un placer leerte.

  2. muy bien muy conmovedora…. 😮

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