Sherezade.
Cada día desisto de mis manos,
de su fatalidad, de su tibieza,
de esas ortigas hondas que escarban en mi pecho
en busca del dolor y la hermosura,
de la ceñida niebla que rodea mis ojos,
del inútil cansancio de buscarme.
Y dejo a las mareas bordear a mi sombra
y al sol que me cobije
y a los trinos del aire susurrar en mi espalda.
Y dejo que los versos maceren en silencio.
Pero llega la noche,
me olfatean de nuevo las visiones
y el corazón se torna
un vidrio donde aumentan las palabras.
Todas queman igual que ese veneno
dulcísimo del beso que anhelamos.
Y cómo no dejar que se abran paso
si cuentan otro instante en que vivirte.
Mari Cruz Agüera