Verdadera Navidad.
Estábamos en pleno confinamiento y la primavera estallaba por cada esquina ajena a si deseábamos festejarla o no. Y —superado a trancas y barrancas el verano— el otoño se adueñó de todo sembrando de hojas secas jardines y alamedas y dejando en las esquinas el entrañable aroma de las castañas asadas. Independientemente de si queríamos o no, de si lo celebraríamos o no. Las celebraciones llegan con los ciclos solares. La primavera nos trae el despertar de las flores, la luz, la alegría…, el otoño anuncia el descanso de la Tierra, el dormitar de la naturaleza. Y esto es genial acompañarlo de cervezas frías que calmen el incipiente calor o de bebidas calientes que nos quiten el frío, pero no hacerlo no significa que esos ciclos vayan a alterarse o a detenerse porque no los acompañemos de comilonas o borracheras. Porque la comida no es el alma de la fiesta, sino, en ambos casos, la luz; creciente o menguante.
Pues de igual manera, la Navidad viene, llega como una explosión de amor en el corazón de los hombres. Representa —debe representar—, ni más ni menos, la celebración del Amor. Y eso es ‘per se’ independiente a si se come o se bebe. Que celebrarlo así es maravilloso, quién lo duda. Pero que no inflarnos a polvorones y cava hasta que se nos salgan por los ojos va a impedir que llegue la Navidad, pues… como que no.
A nadie escapa que la esencia de estos días ha quedado sepultada por años de comilonas pantagruélicas y sonrisas fingidas, reuniones por obligación y, en ocasiones, risas forzadas porque lo piden los días o el buen rollo o las formalidades laborales. ¿De verdad vamos a ser tan hipócritas como para no reconocer que más de uno está más feliz que una perdiz al esconderse tras la excusa de la Covid para evitar el compartir mesa con el cabroncete de turno?
La Navidad es el reencuentro con la brasa ardiente y divina que Dios puso en el alma humana. La Navidad es perdón, amor, tregua, paz, abrazos que se dan, ahora más que nunca, con la mirada. Eso es la Navidad para el creyente. Y para quien no lo es, no; se reduce a simples días no laborables, la escapatoria perfecta para irse a esquiar o a las playas de la Conchinchina, sin nada más que honrar. Nadie que no sea aficionado al fútbol se ve obligado a festejar en un bar los goles de ningún equipo. Simplemente, el fútbol se la trae al pairo. Pues otro tanto significa la Navidad para los descreídos.
Cuando yo tenía cinco años, mi padre estuvo todo un año en Suiza como emigrante. Volvió por Navidad y aunque en casa, como en otras muchas de trabajadores humildes, no había excesivos lujos, no faltaban unos dulces típicos navideños, un belén gigante que preparó nada más llegar de Suiza, sin descansar siquiera, para que estuviera listo cuando las peques nos levantásemos y… el ingrediente estrella no solo de la Navidad, sino de todos los días: amor, mucho amor. El niño Jesús nos trajo a nuestro padre. Y él nos había traído al niño Jesús. Ambos vinieron cogidos de la mano.
Entonces no había cenas de empresa ni amigos invisibles, y, quizá por ello, el simple hecho de compartir unos mantecados o una copa de anís, un rato de conversación al calor del fuego…, es decir, los pequeños detalles eran, y son, los que hacen que la Navidad sea grande.
Se dice que esta Navidad del 2020 es extraña, atípica… porque habremos de sobrevivirla con más soledad —y más muertos reducidos a estadísticas, sin una despedida digna aquí y fuera de aquí— que en años anteriores. No tanta —la soledad— como la escenificada por los Evangelios: una joven inexperta por primípara, sin la ayuda ni la compañía de su madre o de cualquier otra mujer ducha en las tareas de ayudar a parir, su esposo y todo el desamparo del mundo en un triste pesebre con dos animales como privilegiados testigos tan mudos como impasibles, e ignorantes de cuánto daría de sí aquel alumbramiento único e irrepetible. ¿Su cena, si la hubo? A lo sumo, algo de leche, o de queso, quizá miel.
Como dice el anuncio de un café al que se va despojando de la nata añadida y los dibujitos realizados con ella…, si la despojamos de chorradas superfluas, se queda, desnuda y auténtica, la verdadera Navidad.
Ana Mª Tomás
Mi aplauso para este artículo. No se puede describir mejor la autentica esencia de la Navidad.
Felicidades Ana Maria. Felicidad paz y cariño y Feliz entrada de Año.