Nº13- Nosotros hemos conocido Ngazobil. Por Longobardo

   Hay un rincón de paraíso llamado Ngazobil, en la orilla africana del Océano Atlántico. Se encuentra ubicado en Senegal, cerca de Joal, en los lugares de la infancia del poeta Senghor,

    Usted sale de Dakar por los pocos kilómetros de autopista que unen la ciudad, que se encuentra en la punta de una península estrecha, con el resto del país. A lo largo de esa estrada los accidentes de tráfico no se cuentan, sobre todo en los barrios populares de Pikine y Guediawaye. Sobre todo hacia el final de junio, cuando las primeras lluvias hacen la pista resbaladiza y es más difícil manejar los vehículos, que desde hace meses se olvidaron de los limpiaparabrisas.

   Después de unos treinta kilómetros, se llega a la vista de la ciudad de Rufisque y del barrio Diokoul. Hace unos treinta años yo venía aquí todos los días, porque estaba ocupado con los habitantes en una obra de auto-construcción, para consolidar la playa frente a la erosión de las corrientes. Después de Diokoul, la calle principal roza la antigua ciudad colonial, hecha de manzanas cuadradas, ahora casi abandonada. Usted puede ver los restos de los muelles de madera del viejo puerto, habitados sólo por bandadas de gaviotas. Se cruza el distrito de sur-este, donde vivió Fat Seck, una gran vidente y curandera, famosa en el distrito, que sacaba los rabb (duendes) de las cabezas de sus pacientes enfermos, y los aprisionaba en cántaros, enterrados en el jardin detrás de su casa.

   A seguir, se pasa al lado de la planta de cemento, que blanquea con su polvo las playas, el aire y el campo y corroe los pulmones de las personas. Más allá, comenza el gran bosque de baobabs, una maravilla de la naturaleza.

   Dicen que los baobabs identifiquen las antiguas huellas de los elefantes, pués ellos son golosos de los frutos de ese árbol y contribuyen, con sus excrementos, para difundir las semillas. Una especie de simbiosis de gigantes, entre el mundo animal y el mundo vegetal. En África occidental, donde los elefantes son conocidos ahora sólo en fotografías, sus trayectos del pasado son aún reconocibles porque se quedan marcados por un rastro de árboles de baobab, las plantas sagradas con su tronco hueco, usado como tumba de los griots. El griot es el cantante de África Negra, hombre ‘de casta’, que recuerda y celebra las glorias y tragedias del pueblo, como las de los hombres potentes. Cuando concluye su vida, su cuerpo es enterrado en el corazón del gran árbol sagrado.

   Hacia el sur se desarrolla la Petite Côte, ‘Costa Pequeña’, salpicada de playas y pueblos. Desde aquí, hace siglos, el saqueo de los europeos llevó oleadas de esclavos a las costas lejanas de América. Desde aquí continuan navegando cada día las canoas de los pescadores, para traer a su casa la comida diaria. Sesiones de lucha se llevan a cabo en las playas y los viejos pasan largas tardes en el juego de las damas de África, o charlan bajo las copas de las cases à palabres. En las tierras bajas a lo largo del mar, durante la temporada de las lluvias, se abren grandes estanques llenos de manglares, con sus raíces aéreas que parecen zancos, o barras de jaulas, sino que también pueden tomar la apariencia de un bosque encantado.

   Ubicado en Mbour había un establecimiento en el que ahumaban el pescado. El humo acre inundaba el aire y llenaba los pulmones, penetraba por todas partes y aturdía hasta las moscas: parecía la antesala del infierno. Pocos kilómetros más adelante, sin embargo, en medio de paisajes desolados por décadas de sequía, usted podía descubrir el ‘paraíso’ de Ngazobil. Nada milagroso, si no la presencia de un convento de monjas y una valla, lo que impidió a las cabras para que transformen en desierto incluso este pequeño pedazo de tierra, como habían hecho con todo el territorio circundante.

En estas playas, debajo de un árbol de baobab, según la tradición, el mismo San Pedro apareció al primer obispo de Senegal en finales del siglo XIX. La visión es conmemorada por una placa colocada en el tronco del baobab.

   Aquí veníamos – un pequeño grupo de amigos – en los días festivos, para refrescarnos del trabajo de la semana, en medio de una exuberante vegetación a lo largo de la playa, golpeada por olas largas, con la arena que fluía en cientos de bucles, atravesados por corrientes espumosas. Miríadas de cangrejos hacían su aparición durante la marea baja. Parecía estar fuera de tiempo, cada encuentro en la playa era el descubrimiento de un milagro: los niños de la escuela o los seminaristas al baño, el paso de un pescador o un campesino de la zona.

   Había chozas hechas de ramas y casas de ladrillo, cerca de la playa y del baobab de San Pedro, ocultadas por la espesa vegetación, algunas abandonadas, y otras aún habitables. Las monjas las prestaban, más que alquilarlas, por una miseria. Usted podría vivir, cocinar, si quisiera, tal vez incluso de manera indefinida.

   Las noches eran rotas por el chasquido de las hojas de las palmeras ‘abanico’ (Borassus flabellifer), agitadas por el viento: tan fuertes como disparos de grandes látigos, o como petardos. Pensarías tratarse de los rabb escapados de los cántaros de Fat Seck, que volaban en la noche y hacían chasquear las hojas de las palmeras. Tenías la percepción de animales misteriosos a moverse en la oscuridad, mientras que el viento barriaba el aire y mantenía limpio el cielo: un despliegue de luces y fuegos artificiales, que cuarenta de nuestros cielos, con sus estrellas, podrían no ser suficientes para llenar.

   Tal vez ahora me arrepiento de no haber parado en ese rincón del paraíso. Tal vez, sin embargo, como todas las cosas en la vida, ese mundo podía ser experimentado sólo entonces, en el momento adecuado: no podía durar ni más ni menos. Los amigos de entonces están perdidos, cada uno ahogado en su propio mundo cotidiano. Quién sabe dónde están, en este momento… tal vez sólo la curandera clarividente Fat Seck – si todavía estuviese viva – sabría cuándo y dónde encontrarlos…

   ¿Te acuerdas de Safía, la joven somalí con que pasaste toda la noche en Mogadiscio, andando en moto, de una discoteca a otra, y luego a visitar las casas de sus amigas? Ustedes se reuniron una vez más, por casualidad o por milagro, trece años más tarde, en la misma mesa, en la misma discoteca, tal como decías a tus amigos la memoria de tu primera entrada en dicho espacio. El salón de baile había caducado en los últimos años: otra vez era el mejor hotel de la ciudad y después se había volvido en una sala de baile infame. Safía todavía estaba igual, su cuerpo y su cabeza de 16 años, pero tenía 29, de regreso de matrimonios y convivencias en Yemen, Yibuti, Italia. Dos hilos volvían a se anudar esa noche, por un momento, en el desarrollo de la enorme bola del tiempo, tales como las olas que se enjuagan a lo largo de las asas de las playas, se separan y luego se vuelven de diferentes direcciones, incluso opuestas, y parecen repentinamente animadas por mucha prisa de encontrarse.

   Vivir en África fue como ser una de esas olas que bañan las costas de los océanos. Entre muchas otras, un día u otro, sucede que algunas se encontren con otras que ya conocían. El matorral, el desierto, la sabana son como mares, las pistas que se cruzan como las rutas y hay puertos, en qué los que pasan son reconocidos por sus recuerdos: “Usted ha conocido el Hotel Transat?” Ese hotel ya no existe, pero usted es como uno de la familia, ya que ha estado allí.

   El desierto sigue avanzando hacia el sur y devora las tierras agrícolas,  y la causa son los hombres que salen de la tierra, más que el clima, que va y viene: la lluvia vuelve a caer, pero los hombres ya no están allí para cultivar. Dejaron a los oasis y los campos fértiles, unos para recoger las migajas de la ayuda internacional, otros para ir a vender mecheros y otra quincalla en las ciudades de los blancos. Allá el ritmo de la vida cotidiana está marcado por el dinero, el tráfico, los supermercados, los objetos vendidos en cada esquina de la calle, así como los cuerpos de las niñas; y es preciso arreglarse a vivir sin la gran familia, sin el pueblo, sin el árbol sagrado de sus antepasados.

   Los recuerdos de África pasan la frontera del mito: ¿Dónde están ahora las verdes colinas, cubiertas como el desierto por miles y miles de coches todo-terreno?… ¿y donde se fue esa señora nacida en Mogadiscio, hija de uno de los primeros italianos llegados en el momento de la guerra de África? Ella recordaba a su juventud como «el momento en que los barambaras volaban». Barambara, en idioma somali, es el escarabajo rojo con largas antenas, que aparece en la noche, en hordas voraces, para tomar posesión de la casa oscura y desaparece con las primeras luces del día. Los barambaras, en África, se encuentran en todas partes, pero tan solo vuelan, sin embargo, durante la temporada del amor. Un vuelo torpe, que dura poco, como todas las cosas efímeras, como el florecimiento del baobab o la temporada feliz de la juventud.

   Nos despertamos un día de la ilusión de un ‘nuevo modelo de desarrollo’, que tenía durado muchos años. El despertar fue brusco y doloroso, no es fácil de aceptar. Muchas veces cierro los ojos para buscar consuelo en los recuerdos o los sueños. Ni siquiera hay más un pequeño escarabajo de color rojo que quiera volar para mí.

   Una secreta esperanza, sin embargo, me dice que allí, más allá de la línea del Ecuador, alguien me espera, en las sombras, detrás de una persiana de madera de sándalo, en el intenso aroma de incienso y flores de palo de rosa. Alguien que me dará la bienvenida con una simple inclinación de cabeza, como si me saliera poco antes para ir a tomar la fruta en el mercado. Como alguien de la familia, del cual se conoce bien el ritmo, el olor, la forma de los hombros cuando se va y el sonido de los pasos cuando regrese.

   … y Ngazobil sigue ahí, en su lugar, aún viviendo en la memoria de un pequeño grupo de amigos, con un increíble San Pedro aparecido cerca de un árbol de baobab, que florece sólo una vez, un día de cada año, con su icreíble iglesia grandiosa de hormigón armado que las monjas nunca dejaron de construir y ampliar, pero nunca conseguiron llenar, con los escorpiones en el desagüe de la ducha, los rabb que volaban en la noche lejos del mundo y hacían chasquear las hojas de las palmeras, el aroma de la flor de acacia que se sentía hasta un centenar de metros de distancia, los ejércitos de cangrejos ocupados, perforando agujeros y corriendo en la arena mojada …

   … Las olas.

 

 

13 comentarios

  1. Gran manejo de las imágenes nos brinda tu prosa poética.
    Suerte.

  2. logombardo, podría decir muchas cosas de su relato pero se lo voy a decir sencillito: Poesía.

    Precioso!!

  3. Sí, yo también leí tu relato del año anterior, y como entonces admiré, admiro ahora tu prosa y el sutil perfume que desprende.
    Enhorabuena.

  4. Ricardo C. de León.

    Tiene mucho mérito el describir tan bien en una lengua que no es la materna; porque espero que esos pequeños fallos se deban a eso. Bienvenido al club de aprendices de escritores de este Certamen. Espero seguir leyéndole en las siguientes convocatorias.

  5. Coincido, coincido. Una maravillosa narración descriptiva, una mirada original, poética, lúcida. Si algún día puedo viajar a África, Longobardo, me gustaría ir de su brazo, disfrutando de sus deliciosas tergiversaciones del diccionario.

    Y -gracias por el aviso, Bogardilla- recomiendo a los lectores que pasen al certamen del año pasado a disfrutar también de El pozo.

  6. Me ha traído resonancias de ciertas obras de literatura hispanoamericana que me introducían en sus universos a través de descripciones de este tipo…

  7. He aquí una narración que se sale de lo corriente, como la que presentó Longobardo el año pasado, El pozo. Gracias por regalarnos esta continuación. El hecho (¿intencionado?) de que este año no haya pasado por el tamiz del corrector logra que aún me sienta más, incluso, imbuída en la escucha de una voz extranjera que me relata su experiencia. Precioso.

  8. ¡Cuánta poesía hay en esta historia! A pesar de esas incorrecciones que cometes, que creo son debidas a que el español no es tu lengua materna.

    El aprendizaje de una lengua se trabaja y se mejora. Pero debes estar satisfecha@, porque has demostrado que tienes buena madera que pulir y nos has regalado pura poesía.

    Enhorabuena

  9. El Tercer Gato de D. Melitón Greene

    ¿Cómo casar esas «miríadas de cangrejos» con algunas construcciones de frases dignas de Raffaella Carrá? Obviando eso, es una hermosa descripción. Suerte.

  10. Ciertamente las bases el certamen citan que los relatos serán «de tema libre». Tal vez por ello me ha sorprendido que se acerque más al ensayo que al cuento, pese a alguna referencia personal. Está casi muy bien scrito. El «casi» se refiere a la falta de atención del autor o autora que propicia algunos errores que culminan con ese «volvido» que abre las entretelas. Por otro lado es cierto, como he leído en algunos comentarios, que esa memoria de África se recibe con aires poéticos y una de dos Longobardo, o has estado allí o le has dado a la Wilkipedia que es un gusto. Presiento que eres italiano y que tu escrito es una traducción, ¿es así?

  11. El Pérfido Samaritano

    «Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong.». Me recordó la novela de Dinesen y la no menos evocadora película de Sidney Pollack. Hay que conocer África profundamente para describirla como tú lo has hecho, Longobardo. Qué envidia me das.

  12. Te doy la bienvenida Longobardo, acabo de leer tu historia con mucho agrado e interés.

    Me ha gustado mucho. Seguro que volveré a leerla, lo merece, y yo ya estoy cansado.

    Felicitaciones

  13. Un magnífico poema en prosa, o una magnífica prosa poética, no sé, pero sí sé que es magnífico. ¡Cuanto me ha gustado!
    Excelente.

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