Ignacio Ayala se agitaba inquieto en su asiento. Hubiera pagado por no asistir pero era inevitable: se organizaba en su honor. Una música estridente aumentaba la sensación de caos que provocan quinientas personas buscando acomodo en sus butacas. Sí, definitivamente, hubiera pagado por no asistir.
—“Señoras y señores, buenas noches. Estamos aquí hoy, en este acto de entrega de premios, acompañados de las más destacadas personalidades del periodismo y la comunicación, para otorgar un galardón muy especial, el reconocimiento a la labor de un compañero que es un modelo a seguir para todos nosotros…”
Ignacio contemplaba la escena con el temor —y la certeza— de que en unos minutos todo el país estaría observándole.
—“…pero los más audaces también sueñan con que su trabajo consiga cambiar las cosas, mejorar la vida de los demás.”
Silencio. Las miradas convergían en el escenario, aunque algunas de esas miradas buscaban contactar con la suya. Sus ojos se resguardaban de la curiosidad de los demás gracias a unas gafas de sol pasadas de moda, bastante grandes y oscuras como para que nadie penetrase a través de las ventanas de su alma.
—Esta noche vamos a entregar un reconocimiento especial a alguien especial. Un compañero que ha conseguido que todos nosotros, desde nuestras casas, hayamos deseado ayudar a esos pequeños, los niños de la guerra; hayamos soñado con evitar que las niñas de muchos países de África sufran mutilaciones sexuales; hayamos reaccionado ante catástrofes de la humanidad como las de Darfur, Somalia, Haití…”
Ignacio contenía el aliento como si se hubiera olvidado de respirar, sus manos agarraban los brazos de su butaca dejándole los nudillos blancos. Tal vez intentaba mantener su cuerpo presente, ya que su mente volaba lejos.
— “… el fotógrafo y periodista que ha aguijoneado nuestras conciencias y nos ha hecho pensar que lograremos cambiar las cosas. Con todos ustedes, el ganador del premio Atkins de comunicación visual, nuestro querido y admirado compañero, ¡Ignacio Ayala!”.
Una fuerte ovación arrancó de repente y mantuvo su intensidad mientras Ignacio luchaba por despegarse de su butaca, que ejercía sobre él un poder de atracción casi invencible, igual que el condenado a muerte se veía adherido al suelo imposibilitando que su cuerpo se moviera ni un milímetro camino del cadalso. Consiguió avanzar hacia el escenario, alentado por las palmadas y apretones de manos que recibía a su paso de gente anónima para él. En lo alto de ese Olimpo le aguardaba el Presidente de la Academia con una pieza escultórica en cuya base figura el nombre del galardón.
La pantalla gigante bombardea con una selección de sus imágenes más impactantes y reconoce el repertorio de caras infantiles que le han hecho famoso. Él sube los pocos escalones que elevan la tarima donde recogerá el dichoso premio. Recordó fugazmente cuando, pocos años después de la facultad, fotografió los desórdenes producidos en Palestina con motivo de la visita de un Ministro. Bajo ese eufemismo se escondían el saldo de varias familias completas que fueron aniquiladas, incluidos los niños más pequeños. Sus fotos gustaron al director y pronto le encargó cubrir un conflicto en los barrios más duros de Sudáfrica, cuando Soweto y Apartheid eran términos que todo el mundo conocía. La foto del niño negro recibiendo latigazos por su patrón blanco fue su primer trabajo premiado y el pasaporte a los conflictos más importantes de África y Asia.
Desde el estrado Ignacio se dirigió a un público cuyos ojos chispearon de emoción al pensar que el esfuerzo de ese hombre había salvado vidas. Sus fotos llegaron a exhibirse en las Naciones Unidas como argumento para una intervención militar que, pocos meses y varios miles de vidas después, se produjo. Ignacio leyó un breve discurso, bastante formal, que contrastaba con la denuncia gráfica contenida en sus fotos. Parecía como si no quisiera colisionar cara a cara con nadie, como si prefiriera no ser objeto de atención.
La timidez de Ignacio no era fingida; era más bien un retraimiento que le acompañaba al visitar su país y al estar junto a los que decían ser los suyos. A lo largo de estos últimos años llegó a encontrarse más a gusto cuando estaba lejos, en alguno de esos remotos destinos que parecían de otro mundo. Su vida cambió al comprarse un riad en Marrakech.
Se divorció pocos años después de aceptar este trabajo. Las ausencias eran largas y frecuentes y los regresos se fueron convirtiendo en un trago amargo; mostraba un humor cada vez más alterado, hablaba poco y parecía distante. Su familia veía como la mente de Ignacio se iba alejando más con cada viaje, con cada clic de su cámara, como si las imágenes captadas se imprimieran no sólo en la película sino también en su propia conciencia. Las ausencias de Ignacio continuaban incluso en su presencia, quedando cada vez menos restos que rescatar. La situación, sufrida por unos y percibida por el otro, se hizo insostenible, hasta que Ignacio no volvió a su casa. Quiso instalarse en un país que siempre intentó fotografiar, pero que las autoridades no le permitieron nunca hacerlo a sus anchas. A cambio de respetar la prohibición, toleraron que viviera allí sin que nadie le molestara. Eso era exactamente lo que él esperaba del lugar donde residiera, de su mundo particular y privado, reservado sólo para sus sueños. Un refugio inaccesible para la vista y el juicio de los demás, un lugar donde guardar su tesoro más preciado.
Bajo una llamarada de flashes descendió del escenario y se dirigió a su asiento, repitiéndose los movimientos de aproximación de algunos que le conocían y otros muchos que no. Ignacio respiró: la atención ahora se centraría en otros personajes que deseaban obtenerla.
Al acabar la velada se despidió de todos y se fue al hotel. Ni siquiera quiso pasar la noche en casa de su madre, que vivía sola desde que enviudó pocos años atrás. Tampoco quiso quedarse en la ciudad más que hasta el día siguiente, cuando tomaría un vuelo de Air Maroc de vuelta a su nuevo hogar. Allí le esperaba alguien.
Fue poco tiempo atrás. Él necesitaba a alguien que le ayudara en los trabajos domésticos y que cuidara de su casa en su ausencia. Un día, merodeando por los barrios próximos al suyo en su habitual búsqueda del rostro perfecto, se encontró con una familia que había sido desahuciada. Estuvo observando un rato el escándalo en la calle, con sus hatillos y enseres sobre la calzada, cuando se fijó en ella. Sus ojos brillaban en contraste con su piel morena, llenos de vida en aquella escena de tristeza y desesperación. Irradiaba un aura entre desvalido e ingenuo, ajena a lo que estaba ocurriendo. Leylah, que así se llamaba, parecía perfecta para lo que Ignacio necesitaba y gracias a la intercesión de un vecino que estaba al tanto de su status de protegido no tuvo que hablar mucho con su padre para que le permitiera a su hija instalarse en casa del extranjero, cambiando así la vida de ambos.
Al principio le fue explicando como pudo sus obligaciones y ella, como si se tratara de un juego, cumplía con sus cometidos domésticos. Cada semana su padre, que hubo de instalarse en las afueras, iba a la casa para recoger unos dirhams mientras echaba un vistazo de forma poco disimulada para irse a los pocos minutos. En las primeras visitas Ignacio le dejaba entrar y ver a Leylah, pero a las pocas semanas, la transacción se realizaba en la puerta del riad.
La gente del barrio cuchicheaba al observar los movimientos de la casa, pero la policía local que vigilaba la zona estaba avisada de que no debían molestar al famoso fotógrafo español. Y de esa forma se fue cerrando una burbuja impenetrable sobre su hogar.
Ignacio pudo facturar con rapidez, ya que no llevaba más equipaje que el de mano. Su estancia no había durado más de cuarenta y ocho horas y no quiso alargarla pese a las ofertas recibidas. Deseaba regresar a su refugio tan pronto como le fuera posible. En los últimos meses las cosas habían cambiado. Leylah fue desenvolviéndose cada vez mejor y correteaba por la casa con naturalidad. Ignacio la observaba continuamente y le encargaba más cosas que pudiera hacer en su presencia, juntos. Muy pronto los roces se hicieron menos casuales, más buscados por Ignacio y consentidos por Leylah, que empezó a considerar ese trato como algo normal. Hasta que una noche Ignacio le pidió que le sirviera un té verde, y cuando ella se lo llevó Ignacio la agarró por las muñecas empujándola bruscamente contra la pared y la besó. Leylah se dejó hacer mientras él la desnudó y la condujo hasta la cama estirando de su brazo, al tiempo que ella utilizaba su única mano libre para intentar esconder parte de su menudo cuerpo.
Ignacio estaba nervioso. En un par de horas volvería a estar con ella. Era consciente de que su única opción era seguir viviendo en Marrakech. Allí le respetaban o, al menos, no se entrometían. Anhelaba llegar a casa aunque al mismo tiempo pensó que sus nervios no le estaban recorriendo el cuerpo sólo por impaciencia. En otros lugares, en otras circunstancias, Leylah no estaría con él. La vida le mostraba su cara más injusta y no podía evitar el deseo de que su mundo siguiera intacto, de que existiera un oasis al margen del horror tantas veces experimentado. Le vino a la mente la secuencia de fotos que se proyectó en la ceremonia, sólo que ahora la cara de Leylah se interpolaba como si fuera una más de las que consiguió publicar, la más importante.
Con su rostro como único habitante de su mente, entró en la tienda del aeropuerto para comprarle un jabón perfumado. Mañana era su cumpleaños y quería hacerle un regalo, algo que pudieran disfrutar juntos y tal vez distraer un poco el ambiente cada vez más enrarecido. El padre de Leylah, en sus últimas visitas, quiso hablar a solas con ella, pero Ignacio se lo impidió. Ignoraba cuánto tiempo más lo conseguiría pero no aceptaba las intromisiones, las violaciones a su mundo privado. No podía consentir que los ojos de otros hombres horadasen las paredes de su casa como un puñal en un trozo de seda. Nadie volvería a entrometerse nunca más en su propiedad, en su vida.
Al llegar pensaba ofrecerle el obsequio y su importante premio para que se sintiera orgullosa de él, para que fuera feliz como él lo era a su lado, en su pequeño y hermético universo. Que se detuviera el tiempo como si se hubiesen trasladado al otro lado del espejo de Alicia en un mundo que Lewis Carroll hubiera deseado conocer. Que nadie más penetrara en su círculo mágico, secreto, exclusivo. Suyo. Conseguiría que no olvidara nunca ese cumpleaños. Su decimotercer cumpleaños.
Aunque el desenlace se podía adivinar, la crudeza de la historia está, en mi opinión, bien narrada y presenta a un individuo que intenta construirse un mundo muy particular, en donde poder justificar lo que no es otra cosa que un abuso de poder. Enhorabuena y suerte
El final es esperado para justificar la inquieta actitud del protagonista y es una forma más de demostrar como el tercer mundo está bajo la terrible pisada del primero.
Buen trabajo.
Del subgénero «tercer mundo vs próspera Europa», éste ha sido el relato que más me ha gustado. Creo que sirve tan bien como cualquier otro al mensaje, pero da una vuelta de tuerca que muestra el lado oscuro y censurable del perssonaje en el que se centra la idea dando un sentido narrativo y un conflicto para articular la narración.
Enhorabuena y suerte.
Un relato estupendo, muy bien escrito dosificando la información y dibujando perfectamente a los protagonistas y la situación con un final redondo. El mensaje queda muy claro.Referencia a una sociedad donde se comercializa todo y se usa la desgracia ajena para encumbrarse aunque se esté enfangado en ella.
Enhorabuena Homero.Saludos afectuosos.
Buen relato/denuncia sin necesidad de artificios propagandísticos ni lugares comunes. Me ha gustado la sobriedad con la que dices mucho más de lo que cuentas. Enhorabuena.
Hola Homero :
A menudo la hipocresía en el ser humano se nutre de denunciar con arte, lo que es imposible de reconocer en uno mismo…
Propones aquí un fascinante ejemplo con un personaje cada vez más cercado por su inmoralidad. Me gusta tu relato y te felicito!!
También aquí se veía venir, demasiada bondad, demasiado pensar en salvar desgraciados, demasiado… Hasta que “la agarró por las muñecas empujándola bruscamente contra la pared”. Y el último párrafo que gira en torno a la vanidad humana, imposible de desatender cuando se está en la cima. ¡Cuántos y cuántos hacen bueno aquello de que “el poder corrompe”! Desde el punto de vista literario, bien contada aunque he creído advertir alguna mezcla de tiempos gramaticales (el párrafo que empieza con “La pantalla gigante bombardea”) que me ha parecido no corresponde. Aunque, evidentemente, tú tienes la última palabra.
Suerte, Homero.
Suena a historia real. Entiendo toda la primera parte y comparto sentimientos, luego dejo de empatizar con el personaje y me resulta egoísta y manipulador, claro que eso también es real.
Podemos ser lo mejor y lo peor.
Al final sabemos porque «Ignacio Ayala se agitaba inquieto en su asiento» y por qué «hubiera pagado por no asistir», porque es un canalla y él lo sabe, y sabe que su vida no es el ejemplo que él quiere dar, sino que su vida es el ejemplo de lo que se atreve a denunciar en los demás. Un hipócrita. Pero, ¿solo él?, ¿o Ignacio es la metáfora de tantos otros?
Muy bien narrado, me gusta mucho cómo has enfocado este tema. Mucha suerte.
Está bien eso de resumir en la última frase la sorpresa y la crítica hacia la hipocresía. Supongo que otros como yo, no obstante, descubrirán hacia la mitad del relato por donde van los tiros, lo cual no empece la bondad del escrito, muy bien elaborado y que retrata a la perfección lo que has querido transmitir.