Comenzó a sospecharlo la tarde que Juan entró charlando animadamente junto a otros peces gordos del hospital. Alicia rotaba con la fregona por el vestíbulo con la velocidad de un potente tornado y casi le arrolló sin que él siquiera volviese la cabeza. Fue en ese instante cuando empezó a cavilar lo ruinosa que podía ser una relación tan compleja como la suya: él, gerente del Hospital Católico la Esperanza; ella, operaria rasa de Limpiezas El Brioso. ¡Y estaba a punto de jugarse el futuro a cara o cruz!
El idilio se había iniciado años atrás en la facultad donde hacían ya una pareja muy pintoresca; él sumaba carreras: ofimática, farmacia, medicina; ella limpiezas: retretes, escaleras, terrazas. Con aquella disparatada combinación en perspectiva, pero con su musa favorita —la furcia de Pretty Woman que ligaba al Gere millonario— tirándole hacia arriba, una mañana Alicia le tanteó: “¡Estás más bueno que una caja de mazapanes Soto!”. Y él, “pues tú tienes más tentáculos que el pulpo de Julio Verne”. Rieron con grandes carcajadas, como si estuvieran en una peli del Gordo y el Flaco.
Con los costosos ahorros de Alicia, Juan completó Medicina Nuclear y en Harvard lo bordó con otro máster de refresco. Ella entonces se centró en apuntalar la relación para evitar arrepentimientos, pero él se adelantó: “Será por la Iglesia, nosotros somos católicos practicantes”, le dijo mientras besaba su mano, espléndido en aquel traje beige. A Alicia aquella tarde se le fue enterita en los probadores de Marks & Spencer, aunque sus sospechas acabarían cumpliéndose y el top rosa, la minifalda negra y las botas altas acharoladas que finalmente compró, sólo le sirvieron para imitar ante el espejo a la Roberts del celuloide.
Casi sin enterarse, Alicia se tragó un lustro como recogepelotas de tenis, caddie de golf y distribuidora de copas en el club social San Patricio, de cuya iglesia se convirtió en feligresa habitual. Entre los treinta y los cuarenta, se le coló en casa Maria del Socorro, catequista de primera y secretaria fiel de Juan; tan fiel que muchas noches permanecía en el hospital hasta altas horas, justo hasta que él salía. De los cuarenta a los cincuenta, Alicia colgó la fregona también en casa y le escondía los davidoff y el Johnnie Walker; él apuntaba más a sus sentimientos: le rompía las revistas del corazón e incluso una noche el cable de la tele. Para entonces, Alicia engullía libros de autoayuda como si fueran donuts de chocolate y rechazaba, por chulos y tacaños, todos los intentos de acuerdo —cinco— para divorciarse. “¡Cómo voy a aceptar esas ofertas de mierda que me haces después de llevarte enteros mis últimos ahorros!”, le gritaba Alicia cada vez que discutían.
Hasta que un día, casi vislumbrando los sesenta, alguien nombró la Toscana y el amor recuperado y, con lo primero que pillaron, cogieron un vuelo y se plantaron en Viareggio ¿Y para qué? Pues quizá pensaran que los acuerdos son como algunas papillas, se consiguen después de mucho revolver; o simplemente que donde menos se espera salta la liebre. La cuestión fue que allí, en la Toscana de los Médicis, sin apenas proponérselo, el acuerdo llegó.
Todo comenzó una tarde en los jardines del hotel cuando Alicia sintió un vahído repentino. En el servicio, vomitó un líquido verde que le trajo a la memoria a la Linda Blair del exorcista con los ojos desorbitados y al cura católico aquel queriendo arrojar fuera de sus entrañas al demonio. Alicia pensó que desde que se casaron, la maldita religión le había perseguido como una sombra. “Cógete de mi brazo, cariño”, le dijo Juan, atento. Por suerte, enseguida se acercó una amable empleada, italiana castiza, que le dio todo tipo de explicaciones sobre el repentino mareo al que llamó “estrés del viajero”.
—Sólo es una leve indisposición producto de la enorme belleza de nuestro entorno —se jactaba la italiana mostrando de paso su espléndida figura a los curiosos—. Se le pasará enseguida, pero si acaso nota vértigos, pulsaciones muy rápidas o incluso algún desvanecimiento, no se agobie, puede acudir a nuestro psicólogo especializado que le tratará de inmediato —dijo mirándole el fondo de los ojos con una especie de lupa filatélica.
Juan daba vueltas por el vestíbulo mirando la espectacular araña del techo. Ondeando su buena barriga y luciendo un impecable peinado a raya, simulaba estar fascinado con la lámpara cuando lo que realmente hacía era contemplar, desde distintos ángulos, el glamuroso trasero de la morena. Pero Alicia, entretanto, cavilaba. Aún sin conocerle, cavilaba a muerte sobre si el psicólogo del hotel sería también sexólogo y podría aconsejarle, de entrada, cómo repartir mejor ciertas labores domésticas como el perfecto planchado al vapor o la limpieza de la ducha hasta dejarla como los chorros del oro. Así que, sólo dos días después, evocó aquellos vértigos que le ocasionaban el trajín de la fregona en Limpiezas El Brioso y fingió un mareo con fuertes latidos en el pecho. Y rápidamente la trasladaron al psicólogo quien, amén de reducirle los latidos, escuchó con atención lo que Alicia muy nerviosa le contó.
—Usted claro que posee belleza, sí, pero se mató a laborar mientras su marido se culturizaba para buscarse buen trabajo. Ahora debe hacerse respetar, signora…, Medina dijo, ¿no? —era un médico joven, con piercings, pelo largo y que hablaba zafiamente un español mediocre.
—Llámeme Alicia, por favor…, espero seguir viéndole en próximos mareos —ironizó.
—Vito, para lo que quiera —y le pasó una tarjeta con su número de teléfono fuertemente remarcado en rojo.
Al salir, Alicia repetía su nombre —Vito…, Vito, — y acto seguido se le aparecía el capo Corleone tiroteando adversarios a quemarropa. Pero en el viaje de regreso estudió su situación: por más vueltas que le daba, su caso era muy grave. Tantos años de convidada de piedra en una familia de dar limosna y comulgar cada domingo le habían dejado secuelas. ¿Cómo no aprovechar pues a un doctor melenudo (psicólogo o sexólogo daba igual) con más pinta de anarquista pagano que el mismísimo Bakunin? Alicia entró al hotel lanzando una sonrisa maliciosa a la araña del techo.
Fue el siguiente amanecer cuando al fin lo decidió. Estaba agotada de oír a Juan roncar sin alterarse, como si nada le afectara. ¡Treinta y tantos años así…, qué barbaridad!, cavilaba Alicia, a oscuras. Daban las diez cuando llamó al teléfono que Vito le remarcara y se citaron en la consulta. El psicólogo le preguntó primero qué pensaba ella de sus tantos años callada y luego le pidió hacer una breve semblanza de Juan. Alicia entonces no se mordió la lengua. “Yo seré descarada, hereje, infértil y todo lo que se le ponga, pero él es frío, calculador, destructivo…, y bendecir la mesa está ya en desuso, se lleva menos que afilar los cuchillos de la cocina” dijo alzando la voz. Y al melenudo doctor su caso debió parecerle tan formativo que, tras una hora larga de tertulia, quedaron en proseguir la charla al día siguiente en una playa cercana al hotel. Puede parecer raro, pero Juan era el marido ideal para estas cuestiones, le importaba un pimiento dónde andaba ella, tenía tal seguridad en si mismo, que sólo necesitaba saber dónde andaba él.
Y allí marchó con aire jovial Alicia aquella tarde mientras Juan dormía plácidamente la siesta. La cita le producía no poca ansiedad aunque, estaba segura, reforzaría su autoestima. Quizá Vito intente ligarme, una mujer casi sexagenaria, se decía riendo mientras descendía entre las dunas silvestres. Cercano al mar, sentado en la arena y con un perro peludo a su lado le aguardaba el psicólogo. No había nadie más en kilómetros a la redonda. Era un atardecer increíble, y la estampa más bucólica que una niña persiguiendo mariposas.
— ¿Viene preparada, Alicia?, estas playas son perfectas…
—Sí, sí, está en el bolso, pero desnudarme aquí…
—No se preocupe, no miraré —Alicia advirtió entonces su anchísima espalda. Lo menos era karateka. No sería extraño que algunas pacientes acabaran en sus brazos. El joven se levantó, trotó hasta el agua con el perro detrás ladrando y allí esperó mientras Alicia se cambiaba mostrando su hermosa madurez y se ajustaba el puente dental contra la encía. Se bañaron y el agua estaba muy cálida, era, ciertamente, una tarde caliente. Psicoterapia avanzada, pensó, en el agua pesamos menos y nos sentimos más livianos para confesar lo inconfesable.
— ¿Casados por amor, Alicia? —soltó de sopetón mientras silbaba al perro que huía sacudiéndose el agua. Cubría hasta el cuello y Alicia no sabía nadar, pero estaba dispuesta a quedarse, a mostrar la valía de antaño, la que le llevó a casarse con un católico practicante.
—Pues no me acuerdo, ¡glub!, ¡glub!, igual sí, pero…
Alicia se atragantó con el salitre y tosió. Quisiera haber rematado la frase diciéndole que igual sí, pero que quizá no mucho; o que ocurrió simplemente porque tenían el estómago atiborrado de mariposillas libidinosas. Pero quisiera haberle dicho también que le escondía el Johnnie Walker para que la bebida no le violentara…, y que lo del cable de la tele fue… Pero no pudo, podía ser su madre y contar esas cosas a un hijo… Además, tenía la boca llena de agua de mar.
—Treinta años y aún siguen juntos, ¡qué raro!, Alicia. Tiene miedo a estar sola, ¿o qué?
— ¿Podemos dejar esa preguntita en blanco? Es más un asunto económico, sabe. Y mejor si salimos del agua porque si no, ¡glub!, ¡glub!, con estas preguntitas puedo irme a pique.
Se secaron los dos con la misma toalla, claro, no había más. Alicia olió el salitre sobre su piel, pero también su piel cercana sin salitre. Luego estuvieron paseando por la orilla sin hablar, él esperando que ella soltara algo más. Pero a Alicia le costaba soltar lo que quizá él esperaba, le daba vergüenza contarle que llevaba los últimos veinte años sin oler el sexo ni de lejos. Regresaban al punto de partida cuando él se decidió y le preguntó si había sido siempre fiel a su marido, y Alicia mintió, le dijo que no. Recogió después las cosas sin decir nada y las trasladó al coche abriéndole la puerta trasera al perro para que entrara. Volvió a cerrarla, se recostó en el capó y, mirándola sin pestañear, le preguntó directamente si se acostaría con él y, entre que acababa de descubrir colgando del espejo retrovisor interior un rosario con una cruz y que treinta y tantos años seguían pareciéndole una barbaridad, a Alicia la pregunta le desató unas risotadas de escándalo. Luego, el psicólogo estrechó su mano y le dijo en la puerta del Fiat: “Tantéale de nuevo, Alicia, seguro que recuerdas bien hacer el amor”.
Cuando llegó, encontró a Juan hablando por el móvil. Él no le miró, ni siquiera movió la cabeza como se hace cuando alguien pasa por tu lado. Pero ella sí le besó antes de bajarse a la colosal pelu del hotel y rizarse el pelo como solía hacerlo la Roberts, su musa de siempre. Después se plantó todo lo que comprara aquella tarde en Marks & Spencer: el top rosa resaltando sus pechos todavía tersos y la minifalda negra. Se sujetó en el hombro de Juan para terminar de ajustarse las botas acharoladas y volvió a besarle, ahora con los labios rosa púrpura, antes de invitarle a bajar al comedor para la cena.
Juan miraba incrédulo, repartía sus ojos entre la segunda botella de Chianti Clásico y los labios de Alicia. Pero al menos le miraba, se percataba de que estaba a su lado. Salieron del comedor y se acercaron a una pequeña terraza oculta frente a los jardines de la entrada. Allí, en penumbra, Alicia repitió el beso y esta vez Juan sí le correspondió.
—Se acabó, Juan —lo tenía arrinconado contra la pared—, puedes quedarte para siempre con esa Maria del Socorro o con cualquier otra catequista cachonda. Aceptaré tu última oferta y se acabó.
Buenas tardes, Enara.
Aunque parece que la ¿suerte? está echada, no podía por menos que pasarme de nuevo por aquí para leer de nuevo tu relato (en segundas lecturas se descubren matices ocultos de la primera pasada) y para agradecer que hayas pasado por la historia de Eliseo y Deyanira para dejar un voto.
Toda la suerte del mundo para lo que queda.
Gracias, Alex, nunca es tarde para nada, pero si la cosa vale la pena aún menos. Y aquí ha valido, y por partida doble: por la exhaustiva aclaración (sinceramente, creí que te referirías más al transcurrir tan rápido del tiempo) y por votar el relato. Aunque nada que hacer, algunos van disparados…
Lo dicho, Alex, y suerte en la vida.
Hola, Duna
Gracias por pasarte por mi relato, pero vaya horas de leer, si mi inglés no me falla con lo del am, menuda alborada. Te tragaste toda la vida de Alicia a unas horas que…, y encima una vida llena de vicisitudes y asperezas. Bueno, lo dicho, Duna, mi gratitud por leerlo.
En buen hora lo he leído, pues falta aún mucho certamen.
Un beso.
Coincido con Freya, un último beso liberador. No importa los años pasados. El hecho de que abriera los ojos y se sintiera viva es lo fundamental.
Suerte.
Hola Enara, un último beso liberador porque más vale tarde que nunca. Bien contado.
Suerte 🙂
Gracias Freya, tienes razón, más vale tarde que nunca, aunque demasiadas veces se escapa el tren por esperar tanto a que el conflicto se resuelva sin menearse.
Acabo de ver que tienes un relato, en cuanto tenga un hueco, te lo comento
Un abrazo
Hola, Juno, gracias por pasarte a ojear mi relato. El italiano se debate a medias entre su profesionalidad y la señora madurita todavía espléndida aunque ya esconda un puente dental por la jodida edad que no perdona. Al final le aconseja volver a intentarlo (¡Cielo santo!, la indestructible familia), pero ella, se ha enterado que todavía tiene algo que ofrecer y decide deshacerse de una vez de su beato pero adúltero marido. En fin, como la vida misma.
Suerte con tu “Una salida”, quizá, como el mío, demasiado extenso para dos mil palabras.
¡Qué fenómena, Pacífica!, esto es lo que gusta oír, que alguien se ha divertido muchísimo con lo que se escribe. Gracias por tu comentario. Por cierto, no te veo concursando, al menos con ese alias, y es que yo, como no me da para leer todos como es debido, voy primero a los que se acercan al mío. Cuestión de egoísmo, ya sabes, pero así somos… Si estás por ahí, dímelo y me daré una vueltita, ¿vale? Un saludo, Pacífica.
La narración de las aventuras y desventuras de esta buena mujer progresa entre la cotidianeidad y la ironía, o lo irónico en lo cotidiano, puesto de relieve sobre todo en comparaciones y símiles de variado calibre. También progresa entre la ternura –y, fundamental, la empatía hacia Alicia, algo que se reclama del lector prácticamente desde el primer párrafo- y la crueldad palpable de una convivencia en la que no falta un detalle: beatería mojigata, alcoholismo y perfil tipo carpa de circo del marido, generosidad y aislamiento sangrante de la esposa, y, ante el fracaso y la infidelidad, la atracción de Alicia hacia el italiano, con viaje previo incluido a la cuna de la armonía más exquisita.
Pero, ¡ay!, la realidad se diferencia de la ficción en que la primera no necesita coherencia. Lo que de veras sucede jamás se cuestiona: se sabe que ha sucedido y punto. Lo que se fabula debe ser coherente y verosímil de principio a fin, en caso contrario el lector no consigue implicarse en la historia, no la ve.
Los breves diálogos, en cambio, me han resultado tan rigurosos y creíbles como la ley de la gravedad. Perfectos. Y la gramática, tan inmaculada como el resultado final de la aventura con el psicólogo.
Gracias, Alex, por tu prolijo comentario, se agradece que alguien lea con mimo lo que se escribe. Llevo varios años en este singular certamen y esto es lo que más me convence de él, poder saber lo que el lector capta. La titulitis está bien, siempre se agradecen los diplomas y todo eso, pero el asunto es que se entienda de qué va la fiesta. Ese es el quid de la cuestión, que el lector se entere, y no tanto los premios. Ahí está para muestra “And the winner is…”, de Yago Seimar. Pero en fin, eso es otra historia…
Yendo al grano, Alex, hay algo que, si fueras tan amable, me gustaría conocer más a fondo: me refiero a la incoherencia y falta de verosimilitud que encuentras en algún punto. Me gustaría saber donde te pierdes, dónde dejas de implicarte en la historia porque no la ves. Sólo por avanzar en este juego de palabras que queda clarísimo para quien escribe, pero que quizá al lector le suene a chino. ¿Ya me entiendes, no?
Y otra cosa, (metidos en harina, trataré de estirar tu amabilidad): cuando resaltas los detalles de la convivencia del matrimonio, comentas entre otros su “perfil de carpa de circo”, y, sinceramente, no había oído nunca esa característica. Me gustaría saber que sentido tiene en este hombre que no tiene nada de peculiar, hay miles como él.
De cualquier manera, Alex, insisto en lo del principio, gracias por tu exhaustivo comentario.
Enara, leo ahora tu respuesta a mi comentario, como puedes comprobar dos semanas después. Disculpa.
No recordaba bien tu relato, pero acabo de repasarlo. Te contesto.
En cuanto a la verosimilitud de ciertas partes, me refería a que, desde mi punto de vista, no encuentro naturales o demasiado creíbles algunos comportamientos de los personajes, ciertas actitudes.
No son éstos ni momento ni foro para ponerme a entresacar frases y comentarlas. El asunto se alargaría demasiado. Digamos que lo he notado sobre todo en la escena con la empleada del hotel y luego en la relación entre la mujer y el psicólogo.
Fuera de concurso y ante situaciones así, algunos colegas de tecla nos corregimos recíprocamente los textos con la opción de word que incorpora notas al margen, supongo que la conoces. Es decir, hoy me lees y me corriges tú a mí, mañana yo a ti, y así ambos aprendemos. Luego el revisado hace caso o no, que para eso es el autor. Pero aquí y ahora eso es imposible.
En cuanto a lo del perfil carpa de circo, hace referencia al marido barrigón; un tipo obeso visto de perfil podría decirse que recuerda eso: una carpa de circo. Es un chascarrillo metafórico que se emplea con cierta frecuencia en mi tierra.
Espero que mi respuesta a tu respuesta te valga. De paso, te he votado.
Me ha divertido muchísimo tu relato, Enara. Tiene momentos muy ágiles y explota algunos tópicos con mucha gracia.
Mucha suerte,
Pacífica
¡Hola, Enara! Te debía la visita.
Para mí el psicólogo italiano en tu relato es simbólico: nunca es tarde para cambiar el rumbo de nuestra vida si no es el que queremos, sobre todo cuando se trata del corazón, y el primer paso lo tiene que dar uno/a mismo completamente decidido/a. Bueno, en el caso de tu relato es todo terminado en «a» 😉
Que el psicólogo sea precisamente italiano puede parecer un tópico, pero es que, yo que los conozco bien creo que se lo tienen un poco merecido, jajajaja. Perdón si alguno de los lectores o concursantes sois italianos, lo digo desde el cariño 😀
¡Suerte, Enara!
Gracias Ahuntsic por pararte a leer mi relato. Cuando escribo, me gusta que parezcan peripecias, como tú bien dices, aunque el día a día no sea precisamente eso, sino más bien lo contrario. En este caso por diferencias de clase, religión… En otros, por falta de recursos, diferencias culturales… Pero prefiero darle ese tono trágico-cómico que haga más amena la lectura, aunque toda una vida en dos mil palabras, pues es complicado.
Hola Enara, acabo de leer tu historia y he pasado un rato muy interesante siguiendo las peripecias matrimoniales de Alicia. Me ha gustado. Está bien escrito y le haces un buen guiño a los cinéfilos a través de «Pretty Woman».
Enhorabuena y suerte.
Gracias, Distinta, por comentar mi relato con tu acertada descripción de la ceguera de los hombres aunque nunca es tarde para recuperar una vida.
Gracias Furtiva, te has pasado por aquí y has dejado una interpretación que lo dice todo. Y un comentario acorde: “un empacho monumental”. Menos mal que, finalmente, se desempacha.
Y es que los hombres están ciegos. Pueden perderse por una minifalda negra, un top rosa y unas botas acharoladas pero siempre habrá que sacudirles por los hombros para que aprendan a ver un poco más allá. Demasiadas historias como estas repetidas por doquier. Damasiadas vidas ¿irrecuperables?.
Muchísima suerte, Enara.
Enara en este relato el problema está en la base,lo describes muy bien cuando ella a golpe de fregona «tira para arriba» de él. Debió tirar para arriba de ella misma. Las inversiones en los mazapanes de Soto pueden ser dulces pero sin ninguna duda de un empacho monumental.
Qué importante es para una mujer valorarse y perder el miedo a caminar sola,al final la única manera de poder encontrar sin necesidad de necesidades un Gere que la merezca de verdad, aunque no sea millonario.
Me ha gustado por fin leer tu relato, te deseo muchísima suerte.
¡Tú si que acertaste Gaia!, Alicia volvió a sentirse mujer a pesar de sus años y volvió decidida a terminar. Buena lectura y mejor entendimiento. Felicidades y mi agradecimiento por pasarte por el relato.
Gracias por tus amables comentarios, Bogardilla. Es verdad lo que dices, da terror ver como se va una vida sin un mínimo de felicidad, pero te recuerdo ese dicho tan socorrido de “nunca es tarde si la dicha…”.
Por cierto, me había olvidado de tus dudas acerca de mi comentario en “El pez y yo”, trataré de aclararte lo que esté a mi alcance.
Odiseo, gracias por comentar el relato aunque, si me permites, amor, lo que se dice amor, poco hay en esa relación entre Alicia y Juan de muchos años, pero muy truculenta; si acaso las mariposillas estomacales de la juventud, pero que suelen valer únicamente para cambiar el seiscientos por la cama. De cualquier manera, gracias, Odiseo, por curiosear.
Ese sicólogo italiano es bueno (y lo está), su terapia en el mar da resultados: Alicia supo lo que es sentirse mujer, creyó en sí misma ( consiguió que él redescubriera la mujer que era) y cuando lo tenía loco por sus labios le dijo adiós. Suerte.
Hola, Enara. Ayer precisamente te preguntaba si había un relato tuyo (en mi respuesta al comentario que dejaste en mi relato).
Quizá podría responderte que, sin estar escrito «como un relato de terror», «El último beso» sí lo es. Da terror descubrir esa vida desperdiciada y esa incapacidad para alejarse de allí, hasta que, quizá, es demasiado tarde, demasiado pobre la victoria, demasiado leve la venganza, demasiado poco todo…
Un saludo y suerte para ti, y suerte para todas las Alicias.
Amor-desamor. Seguramente habrá mucha gente así. En este caso la solución no está en el Sur, sino en la Toscana y en un sicólogo. En este caso italiano. Todos tenemos nuestro Sur y nuestra Toscana.