“Zeffiretti che sussurrate, ruscelletti che mormorate, consolate il mio desio, dite almeno all’idol mio la mia pena e la mia brama…”
(Vientecillos que susurráis, arroyuelos que murmuráis, consolad mi deseo, hablad al menos a mi amado de mi pena y de mi anhelo…)
Antonio Vivaldi, Hércules en el Termodonte, 1723, libreto de Antonio Salvi, aria de Hipólita.
La mañana en que nos conocimos, a pesar de las muchas gestiones pendientes en el consulado por las vacaciones de unos y otros, el canciller nos reunió y dio orden de no encender los ordenadores. No podíamos hacer nada, al menos nada productivo. Estábamos esperando a un asesor informático del Ministerio que venía a explicarnos el nuevo programa de los registros de residentes y transeúntes.
Otro nuevo programa para complicarnos el trabajo, y otro nuevo asesor que nos daría cuatro directrices básicas y nos dejaría con más dudas que soluciones, pensamos todos y dijeron unos pocos. Yo, que también había caído en el mismo prejuicio que mis compañeros, me fui a mi despacho pensando en lo injustos que habíamos sido, en lo ingrato que debe de ser enfrentarse a un grupo de funcionarios acomodados —entre los que me incluyo— que te reciben con desconfianza sólo porque vas a cambiar su rutina, sin plantearse siquiera que tal vez sea para mejor. Mientras estaba entretenida con mis divagaciones morales, se asomó a la puerta un ujier para avisarme de que el asesor informático había llegado y nos esperaba en la sala de reuniones.
No me fijé en él en un primer momento. Toda mi atención se centró en la parafernalia del discurso de presentación del canciller. ¡Qué persona tan cursi y tan redicha! Es muy eficiente en su trabajo y educadísimo en el trato, pero no puedo evitar que a veces me saque de quicio. Entonces, el asesor informático dio un paso adelante y se puso a su altura. Sonrió, nos agradeció muy diplomáticamente nuestra presencia y buena disposición, volvió a sonreír, y comenzó a explicarnos el motivo de su visita. Yo me quedé en su sonrisa. No escuché nada más. Era un hombre ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni joven ni mayor, ni fuerte ni enclenque… así podría seguir indefinidamente. Pero algo había en la normalidad de su aspecto que me desconcertó. Por primera vez en mi vida, me sentí abrumada por la sola presencia de alguien completamente desconocido y con quien no había cruzado aún ni una palabra.
Esa primera mañana nos dio unas lecciones muy someras del manejo del nuevo programa en la misma sala de reuniones, a todos en grupo. Apenas me enteré de nada. Asentía y callaba. Todas mis energías estaban concentradas en que mis compañeros no se percatasen de mi estado. Tenía la sensación de estar ruborizada como un tomate y temblando como una hoja.
Esa misma desagradable sensación la mantuve al salir del consulado y mientras regresaba a casa. Entonces empecé a preocuparme. ¿Y si mi marido lo notaba? Después de tantos años de vida y de intimidad en común, no necesitábamos casi ni hablar para comunicarnos, para saber qué pensábamos, qué sentíamos. Y yo notaba esa inconfesable atracción por el asesor informático grabada a fuego en mi frente.
Pasé la tarde y la noche como pude. No conseguía sacarlo de mi cabeza. Y una cosa llevó a la otra. Repasé toda mi vida buscando un sentido, un porqué de las decisiones tomadas, que nunca hasta entonces me había planteado. O tal vez sea que no he tomado ninguna decisión, simplemente me he dejado llevar por la comodidad de una vida tranquila y apacible.
Quiero a mi marido. Es un hombre noble, empático y simpático, y muy atractivo. Tenemos complicidad, nos divertimos, estamos bien avenidos. Nunca me había sentido atraída por otro hombre. Ni siquiera lo había imaginado. Tal vez en sueños, pero los olvido apenas despertar. Él siempre ha estado ahí. Éramos dos adolescentes primerizos en esas cuestiones del amor cuando nos encontramos. Y aprendimos juntos y crecimos juntos. A estas alturas de la vida, sin embargo, no puedo decir con absoluta sinceridad que esté enamorada de él. Ni creo que él esté enamorado de mí.
La segunda mañana de la visita del asesor informático me arreglé de forma inusual. Me alarmé ante el espejo al verme pintada como una puerta y vestida como si fuese a una recepción diplomática. Tuve que desvestirme y desmaquillarme y volver a empezar, como si fuese un día cualquiera. Pero no era un día cualquiera.
El nuevo programa ya estaba instalado en todos los ordenadores. El asesor informático llamó a la puerta de mi despacho, la entreabrió, sonrió —¡otra vez sonrió!— y entró. Yo tenía preparada una batería de preguntas para entretenerlo conmigo el mayor tiempo posible. Aún hoy, no soy capaz de describir con objetividad mi comportamiento. Sólo Dios sabe cuántas tonterías pude decir, cuántas risitas nerviosas, cuántas caídas de párpados, cuántas miradas lánguidas… Intenté contenerme, pero nunca me había sentido tan violentamente excitada. Lo que empezó siendo una atracción por una sonrisa se convirtió en un deseo sensual al que no estaba acostumbrada. En un momento dado, se quitó la chaqueta y se remangó la camisa. Me sorprendí a mí misma observando sus antebrazos, paseando mis ojos y mi imaginación por cada centímetro de piel de aquellos antebrazos. Objetivamente no tenían nada de especial, pero para mí, en ese momento, representaban la esencia de la masculinidad. Sentí vergüenza. Sin mirarlo a los ojos, le dije que ya había entendido el funcionamiento del programa y que no necesitaba más ayuda. Con mucha dulzura, agradeció mi atención y se marchó.
Otra tarde de angustia y otra noche en vela. El asesor informático sólo estaría en el consulado una mañana más. Mi imaginación se desbocó. Todos los tópicos y lugares comunes de la literatura rosa y las telenovelas de sobremesa pasaron por mi cabeza. Decidirme a dar el primer paso o esperar a que lo diese él, ser atrevida o ser prudente, ser una loba o ser una señora… Me imaginé echándome a su pecho y lo imaginé echándose a mi cuello. Nos imaginé sobre la mesa de mi despacho, y también bajo la mesa. Aquello ya sobrepasaba lo romántico y entraba en el terreno de lo erótico. En honor a la verdad, mis sentimientos no eran románticos: aquello sobrepasaba lo erótico y entraba en el terreno de lo pornográfico.
La tercera mañana, el canciller nos convocó en la sala de reuniones para una última ronda de preguntas al asesor informático. Él las resolvió con soltura, con simpatía y con una sonrisa en los labios, en la mirada y en la voz. Entonces me di cuenta de que se había ganado el aprecio de todos mis compañeros. Entonces me di cuenta de que simplemente era un hombre agradable y un buen profesional que sabía tratar a la gente y hacer su trabajo Entonces me di cuenta de que mi deseo no era correspondido. Y entonces me sentí humillada y, a la vez, aliviada. Después de recoger su portátil y sus apuntes, el canciller lo despidió con su empalagosa verborrea y un conductor lo acompañó al aeropuerto.
Mi marido me llamó por teléfono. Me dio una explicación rocambolesca acerca de que estaban pintando su despacho en el museo y, como no podía trabajar, había ido al mercado y estaba cocinando para que almorzásemos juntos en casa. Estos últimos días me había notado extraña, ausente, intranquila.
Mientras subía en el ascensor, intentaba recomponer mi expresión, intentaba parecer alegre, satisfecha y agradecida con mi vida, intentaba convencerme de que así era. Al fondo del pasillo vi la puerta del apartamento abierta. Mi marido me estaba esperando, con un delantal mío que apenas le abarcaba la cintura, un paño de cocina en el brazo y dos copas de vermut. Me sonrió y me besó. En ese momento, el asesor informático entró de golpe en ese cajón de la semiconsciencia donde se guardan las sensaciones que no llegan siquiera a la categoría de recuerdos.
Un bonito relato. La segunda flecha de Eros solamente la rozó. La primera estaba bien clavada. Suerte Carmen.
La fuerza del deseo vuelve cuando menos lo esperamos y nos envuelve como tú nos has envuelto con tu historia. Muy bien contada, con intensidad, como el deseo. Enhorabuena y suerte.
Hola Carmen Vilalonga:
Mucha suerte en el certamen.
Hola Carmen Vilalonga, me ha gustado mucho leer tu relato de ese sofoco infórmatico que se encuentra la protagonista y todos sus pensamientos. Lo que puede trasmitir una sonrisa y como se desborda la imaginación llegando incluso a planterse revisión de lo cotidiano. Sorpresas que nos da la vida 🙂
Suerte compañera.
Hola Carmen Vilalonga:
Una historia de las que a mi me cautivan ; con la sencilla esencia de los sentimientos inherentes al ser humano fluyendo sin saber si no es sin más causa que nuestro mismo existir.
Porque somos perfectamente imperfectos, porque somos instinto también , porque somos fantasías y al fin y al cabo,y porque somos humanos.Porque necesitamos anhelar, aprender, errar… Para crecer.
Porque estamos vivos y estar vivo significa todo eso, y más.
Me gusta tu historia, con esa complicada y sencilla mirada de mujer que no busca, pero encuentra; que desea y conoce , que se encuentra y se pierde y en todo eso, al final, se reconoce en ella misma rodeada de sí y de sus propias emociones.
Me ha gustado mucho, y te deseo mucha suerte.