Ensaya, que algo queda. Por Amelia Pérez de Villar

Ensaya, que algo queda

 

No nos engañemos: escribir no nos convierte en escritores, y toda la retórica que se vierte en torno a la actividad privada, casi íntima, de la escritura acaba adquiriendo ecos de autoayuda en la onda de Paolo Coelho. Si no publicas, si no te leen, ya puedes escribir, que escritor no eres por muchos folios que llenes.

La cosa se complica con el género: los poetas tampoco son escritores en el imaginario popular. Son poetas. Es decir, están en una clase aparte. Ni mejor ni peor: distinta. Tal vez porque al escritor (es decir, al novelista, que es lo que tiene en mente la gente cuando dice escritor) se le asocia indisolublemente con la actividad de escribir, que es además su modo de vida –aunque en muchos casos no lo sea–, y ese modo de vida se complementa casi siempre con la docencia, las conferencias, la crítica literaria y el columnismo/articulismo. Pero todo esto son cosas que se le suponen como el valor al soldado. Si has escrito y publicado una novela –y con ella has obtenido cierta visibilidad, fama o como quieras llamarlo– lo otro viene por añadidura y nadie se extraña. Los poetas son cualquier cosa, desde profesores universitarios hasta abogados respetables que escriben en sus ratos libres, elevando con ello el género que cultivan y, de paso, la profesión que ejercen. Un abogado poeta siempre será más sensible que un abogado estándar. Y además, menos gris y más interesante. Aclaro: estas opiniones no son mías, sino vox populi: la que yo percibo.

Cuando eres traductor, las bondades y los defectos de cada género, como autor, te caen en herencia. Si traduces poesía también se asume que te ganas la vida con otras cosas. Si traduces novela, que eres tan rico como el autor de El Código Da Vinci o Cincuenta sombras de Grey –cosa que tampoco es necesariamente cierta–, pero… ¿qué pasa si escribes o traduces ensayo? Pobre de ti, porque eres el paria de las letras. La proporción de títulos que se publican en Ficción/No ficción será, seguramente, 70/30. Yo traduzco ensayo. Yo, que nunca fui lectora de ensayo, entré en el mundo editorial como traductora de ensayo, y ahí sigo. He traducido algo de ficción, pero sigue siendo poco, en comparación. Hace tres o cuatro años, cuando salió uno de los volúmenes de artículos de Edith Wharton que he traducido para Páginas de Espuma, una profesora del colegio de mis hijos se enteró y se empeñó en presentarme a otra profesora a la que le encantaba la escritora estadounidense. Establecido el contacto, la fan de Edith me preguntó enseguida qué novela había traducido, y comenzó a enumerarlas todas. Cuando respondí que no era una novela, sino la segunda colección de ensayos sobre la escritura, la mujer puso la misma cara que pondría un niño que se levanta el día de Reyes y se encuentra con que no hay juguetes para él. La conversación se paró de pronto. No sabía que Edith escribía «otras cosas» (sic) y obviamente no le interesaban. Que en estos dos libros no haya ni un solo artículo de sobra, que sean todos maravillosos y un dechado de perfección técnica y estética y que haya uno, incluso («Mi viejo Nueva York»), que se lee como un cuento, ni era asunto suyo ni le preocupaba.

Aquella vez me sentí como una impostora, pero se me pasó enseguida. Después, cada vez que alguien me pregunta qué traduzco y contesto que ensayo y novela –por ese orden, porque esa es la proporción–, lo hago sacando pecho y ahuecando las plumas. Porque, para empezar, el ensayo anglosajón no tiene nada que ver con el nuestro, y en ese punto estará de acuerdo cualquier lector que tenga una idea mínima de lo que hablo. No sólo Edith, también Stevenson (del que he traducido tres volúmenes para la misma editorial, de los que al menos uno va ya por la segunda edición) alcanza cotas de la mejor ficción en su obra ensayística. Claire Tomalin (a la que no he tenido la fortuna de verter al castellano, pero de la que soy lectora incondicional) o Lucy Hughes-Hallet, de quien traduje para la editorial Ariel la premiadísima biografía de D’Annunzio El gran depredador
, son plumas lúcidas, entretenidas y muy bien estructuradas que se leen como la mejor de las novelas. El propio D’Annunzio, como cronista social, o Dino Buzzati, en sus escritos sobre la montaña, son capaces de darnos casi un relato en un puñado de líneas. Otro género que desprecié en años menos maduros fue el epistolar, y precisamente acabo de traducir un epistolario (No dejaría nunca de escribirte. Cartas a Barbara Leoni, de Gabriele d’Annunzio, publicado por Fórcola) que es en rigor una novela erótica mejor que muchas de las que llevan esa etiqueta. Cuando uno escribe bien, es escritor, independientemente del género en que se desenvuelva, y cuando uno escribe mal, es un engendro al que tal vez el márquetin o los contactos han llevado a invadir otros territorios que no le son afines, como la columna periodística o la crítica, y millones de bocas lo bendicen porque lo ha bendecido el de al lado. Millones de bocas, recuerden, no pueden estar equivocadas. He de añadir que, si traduces novela corta (como si escribes novela corta), lo que los italianos llaman novella o los franceses nouvelle, género en el que también tengo bonitas experiencias traductoriles, tampoco ganas muchos puntos. Para entrar en el Olimpo tienes que ser escritor/traductor de novelas, de libros de ficción, con determinado número de páginas y, si me apuras… alguna colección de relatos: vale, podemos aceptar pulpo como animal de compañía.

Además, cuando el autor escribe bien, el traductor disfruta traduciendo aunque no sea lector de ese género. Porque tal vez a los ojos de la plebe el papel impreso sea la investidura necesaria e imprescindible; pero, a los ojos del lector iniciado, una frase bien hilada o una metáfora bien compuesta son fruto del oficio, del instinto, del saber hacer. Son, en definitiva, lo que convierten a quien escribe en escritor, aunque no medien la imprenta ni el márquetin nuestro que estás en los cielos.

 Amelia Pérez de Villar

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3 comentarios:

  1. Sobre algunas de esas cosas estuvimos ayer hablando en una charla poética. También de la utilidad de todo esto.
    Para mí que la felicidad que concede la lectura (también la escritura, para quienes verdaderamente son literatos) es bastante útil. Y no digamos la utilidad del ensayo, donde, horacianamente hablando, nos enseñan deleitando. ¿Qué más se puede pedir?
    Besos, artistaza de la palabra. Siempre me convences.

  2. Muy acertada la cita de Horacio que nos trae Elena sobre el ensayo, género muy interesante y que deberíamos leer más.

    Es verdad que, quizás, hoy en día se utilice el término «escritor» muy a la ligera —como otras cosas—. Y estoy contigo en que «una frase bien hilada o una metáfora bien compuesta son fruto del oficio, del instinto, del saber hacer».

    Enhorabuena por este articulazo. Un abrazo cariñoso.

  3. Siempre descubro en estos artículos el inenso trabajo de un traductor/a que nos desvela infinitos aspectosd de su labor. Además de forma amena y comprensible. Articulazo como dice Carmen 🙂
    Besos

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