Siempre me ha sorprendido la ambigüedad del artículo 3º de nuestra Constitución que dice que «el castellano es la lengua española oficial del Estado» y que «las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas». Y: «La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección». Con lo fácil que hubiera sido decir que «el español es la lengua oficial del Estado» y no ese retorcido enunciado que, de un plumazo, hizo desaparecer el «español» para sustituirlo por el «castellano» y, de paso, elevó a otras lenguas peninsulares (no dice cuáles) a la categoría de lenguas «españolas».
Veamos y desenmascaremos el pufo, tan burdo como indisimulado. El castellano hace siglos que se convirtió en el español, asimilando las modalidades lingüísticas cercanas e incorporando léxico de las hablas americanas. Hoy es una lengua universal por la extensión y el número de hablantes. Llamarle castellano es pretender encerrarlo en un espacio originario que ya ni siquiera existe, algo tan forzado e inapropiado como llamar romano al italiano. Esta maniobra no ha sido inocente. Su efecto inmediato es despojar a España de su única lengua común y, por tanto, la única a la que se puede considerar, con propiedad, española. Al remitirla a su origen se quiere hacer visible que no es, en realidad, una lengua de todos, sino sólo de Castilla, que es quien la ha impuesto al imponer su dominio. Este es el contexto sugerido.
Pero, mientras se le niega el nombre de español, se equipara al «castellano» con «las demás lenguas españolas». Las lenguas regionales pasan a ser españolas, y el español, en cambio, no deja de ser una lengua (regional) más. Este es el equívoco, el cambalache semántico abiertamente dirigido a despojar al español de su rasgo de lengua común. Pero digámoslo sin miedo: ni el vasco, ni el gallego, ni el catalán son lenguas, en rigor, españolas; se hablan en una parte de España, junto al español, pero no se las puede atribuir un calificativo que sólo es apropiado para el sustantivo, o sea, España. Es llamativo que sean, no los nacionalistas, sino los demás, quienes se empeñen en afirmar que esas lenguas regionales son también españolas. Para los nacionalistas sus lenguas, no sólo no son españolas, sino, en realidad, «antiespañolas», incompatibles con el español, al que nunca ellos considerarán, en recíproca coherencia, otra lengua vasca, gallega o catalana. El español es para ellos lengua foránea, extranjera, impuesta, impropia.
Los federalistas y partidarios de la tercera vía (¿la de tres raíles?), creen que con ese gesto de buenismo lingüístico convencerán a los independentistas de que sus lenguas (y ellos) son amigablemente acogidos por el resto de españoles (¿por qué no castellanos?), y que así se sentirán más a gusto en el «Estado español». Tamaña ingenuidad es hoy ya abierta estulticia, si no maldad disimulada. La misma que el propio artículo 3º de la Constitución encierra, pues es imposible pensar que un texto tan confuso, científica y políticamente insostenible, se haya podido colar por torpeza o despiste. No. Por esos gestos, por este enseñar la patita, sabemos que los secesionistas introdujeron «caballitos de Troya» acá y acullá en el articulado de la CE, y ha sido esa «apertura constitucional» la que han aprovechado para meternos en el lío actual, en el que hasta una rebelión y sedición manifiesta, todavía encuentre dificultades legales para definirse y castigarse como merecen.
La otra rendija, convertida hoy ya en portalón del corral identitario, es eso de «las distintas modalidades lingüísticas de España» que deben ser protegidas y respetadas. Imposible definir ni cuántas ni cuáles, pues cada montaña, valle, riachuelo, peñasco o legajo sirve hoy para marcar la frontera de una nueva lengua. Ahí están esos intrépidos salva-lenguas (o linguas), oportunistas en busca de un cargo de recuperadores y normalizadores de las lenguas oprimidas, dispuestos a que la gente hable lo que ellos inventan con zurcidos y remiendos, del bable al lliunés, del mañico al castúo o el andaluz. Todo con el propósito de usar la lengua como instrumento político para inventarse una identidad con la que poder controlar el espacio social más libre y democrático que existe, como es el del uso de la lengua.
Tanta aberración fatiga. Tanta confusión desespera. Tanto fanático y político oportunista empieza a ser turbador. Si no reaccionamos impulsando la sensatez, defendiendo la libertad de hablar lo que resulta ser más propio y natural, la lengua común, el español, sin perder ni el tiempo ni el dinero en la conservación artificial de modalidades lingüísticas (dialectos) minoritarias, reinventándolas e imponiéndolas «contra natura» y «contra communicatio», pronto acabaremos en manos de verdaderos cabestros que nos dirán hasta cómo hemos de mugir para sentirnos distintos, especiales, dueños de nuestra propia identidad.
Santiago Trancón
Totalmente de acuerdo Santiago, no me canso de repetir que el castellano sólo se habla en Castilla. Y en España, el Español, al igual que en el mundo hispano con mil variantes que lo enriquecen pero que no son expresiones castellanas, lo mires por donde lo mires.
Pero ese ansia de distinguirse y aislarse, no sé de que complejo de inferioridad procede, aunque si entiendo que sirve a intereses que no son precisamente el afán por entenderse. Agotador es y absurdo. De conservar alguna lengua lo lógico seria que fuera el Latín, madre de todas las de nuestro entorno. Pero bueno, tratar de poner racionalidad a este embrollo, es más que difícil.
Saludos
Luisa